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Año 2023. Pregunta de este tiempo: ¿Estamos enfermos, o somos unos enfermos?

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Año 2023. Pregunta de este tiempo: ¿Estamos enfermos, o somos unos enfermos?

Por ejemplo: cuando tragedias como la de Cromañón nos caen sobre la mollera saltamos del sostenido estreñimiento de la indolencia a una suerte de colitis reflexiva. La habitual indiferencia activa muta en apoteosis justiciera. Entonces hablamos hasta por los codos de nuestra salud como país.

21/10/2023 22:06
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

 

>   Hablamos de la salud por la contraria, a propósito de lo enfermo que somos. ¿O que estamos? Retomo algo que vengo trajinando desde hace más de una década en esta columna. Mi pregunta: como sociedad, ¿estamos enfermos? ¿O naturalmente somos unos enfermos?

>  En tal caso: nuestra enfermedad, ¿es congénita, de nacimiento, o ha sido adquirida? ¿Es incorregible, irreparable, es parte de nuestra naturaleza? Por un ratito seamos optimistas: hagamos de cuenta que no somos enfermos, que estamos provisoriamente enfermos. Intentemos revisarnos sin caer en la tentación (enfermiza) de la épica de un apocalipsis de morondanga.

>  Expresado en otras palabras, ¿es verdad que somos o no somos un país de mierda?

>  Toda enfermedad tiene sus causas. Y la nuestra, por más que seamos “excepcionales”, no escapa a eso. En el lenguaje de sociólogos y periodistas y diagnosticadores, abundan las referencias médicas: cuando hablamos de la corrupción decimos “tumor”, “cáncer”, “gangrena”. Cuando hablamos con frenesí  de “hacer justicia hasta el hueso”, hasta “las últimas consecuencias”, nos autocalificamos de “espasmódicos”. Observemos una moda de nuestro tiempo: periodistas y políticos y etcéteras usan hasta la extenuación al sustantivo “espasmo” que funcionalmente ha devenido en el adjetivo “espamódico”. Esto de los espasmos es uno de los síntomas de nuestra enfermedad. Otras veces le llamamos “ciclotimia”. Lo dicho: pasamos de la inconciencia abúlica a la ultraconciencia, a la conciencia histérica que pasa por histórica.

>  En este ratito hagamos un esfuerzo, mirémonos: a propósito de la desguerra de Malvinas saltamos, en horas, del desgano patrio a la patria idolatrada. Atrapamos el por décadas huidizo “ser nacional”. Pero la euforia es depresión al revés: al poco tiempo de estar desafiantes y enarbolados, pasamos a reptar en la depresión avergonzada. El frenético patriotismo, como la guitarra, fue a parar a un oscuro rincón del ropero o del placar.

>  El publicista David Ratto alguna vez me dijo que anímicamente “los argentinos somos lo más parecido a un electrocardiograma”. Subimos y bajamos todo el tiempo. Siendo tan hijos de la fácil euforia estamos tan a merced de la depresión. Cielo e infierno, paraíso y cloaca, nuestra coyuntura todo el tiempo se descoyunta.

>  Si revisamos el advenimiento de la democracia (que también nos cayó en la mollera, debida al sacrificio de muy pocos) recordaremos otro espectáculo de euforia irrazonable que al poco tiempo mutó en desmemoria, en impaciencia que le hizo el caldo gordo a los hacedores de la Mano dura. Precisamente, en esta ciclotimia depredadora los medios de (des)comunicación tienen una responsabilidad que habrá que considerar a la hora de plantear la “obediencia (in)debida” en el periodismo.

>  Sigamos. Suelo decir que estoy con los que piensan que el fútbol nos espeja. Hay que observar cómo pasamos del exitismo al derrotismo. Veamos pronto nuestros sentimientos con relación a una selección que en varias oportunidades estuvo a minutos de ser campeona  continental o de ser campeona mundial. Por ejemplo: la excelencia de un trabajo excepcional como el concretado por Marcelo Bielsa fue tirada a la basura por un partido en el que nos faltó hacer un gol. Bielsa pasó de ser considerado uno de los ejemplos más notables de trabajo y honestidad a ser aborrecido y crucificado. Cuando vino el oro, mundial, de las olimpíadas con el señor Bielsa tuvimos que meternos la lengua en el bolsillito de atrás.

>  Otro componente de nuestra enfermedad es el culto de la apariencia que nos hace apostar una y otra vez por el “carisma”. Nos importa el carisma muchísimo más que el estudio, que la capacidad de trabajo, que la imaginación y que la decencia.

>  Todo el tiempo hablamos de corrupción y se la endilgamos casi exclusivamente a los políticos. Un razonamiento simplón y cómodo la concentra en la dirigencia política. Pregunta: los políticos, ¿de dónde salen? ¿Cómo es posible que tengamos políticos podridos si es que somos una sociedad decente y trabajadora? Esta pregunta la debiéramos hacer ahora, en este tiempo, cuando una y otra vez caemos en una frasecita: “Son todos iguales”. Repreguntémonos: ¿Iguales a a quién? Respondámonos: “Iguales a nosotros”. La ecuación es sencilla: los políticos son como somos nosotros. Tendremos mejor dirigencia cuando mejoremos nosotros.

>  Esta manera repugnante de razonar también contribuye a alimentar nuestra enfermedad: admitamos que la corrupción es lo mejor repartido que hay, en todos los sectores: en la medicina, en el deporte, en la plomería, en la justicia, en la policía, en los sindicatos, en los ruidosos consorcios y, claro, en el periodismo. Hay cantidad de periodistas que se compran o se venden sin necesidad de sobres.

>  Nuestra corrupción empieza en el desapego a las normas. Observémonos en la calle, cuando manejamos: la inmensa mayoría se canta en las normas. Somos un país de cantores. Una vez Fangio, al volante él, me dijo en pleno despelote urbano: “Fíjese, los argentinos manejamos muy bien (hecho individual), pero conducimos muy mal (hecho social)”.

>  A propósito de corrupción: sin ir demasiado lejos preguntémonos por qué cuajó tan reiteradamente esa patética enfermedad llamada menemismo. ¿Fue una encarnación de ciertos designios economicistas de la obscena dictadura militar? La devastación del país, al compás de las placenteras relaciones carnales, se debió a la impunidad del Señor de los Anillacos, pero también a la esterilidad de los otros, que con su falta de propuestas crearon el vacío para que la frivolidad fuera convertida en religión y en medida de todas las cosas.

>  Entre las enfermedades argentinas que no se nombran está el racismo, y está la xenofovia. Pero más allá del racismo específico y de la creciente xenofobia, proyectados sobre ciertas colectividades, funciona, a la orden del día, un racismo social. El fenómeno que desató el falso ingeniero Blumberg lo puso en evidencia. Convocó a cientos de miles de personas con velitas y esas cosas. Si el muchacho muerto no hubiera sido rubio y hubiera sido, digamos, marrón, si los padres de ese muchacho hubieran sido simples laburantes, ante un secuestro y muerte de las mismas características, ¿cuántos compatriotas se hubieran encolumnado? ¿Cien, doscientos? Casos como los del pibe Bordón nos ahorran la respuesta.

>  Un elemento que consolida nuestra enfermedad es el analfabetismo y sobre todo la analfabetización. Y aquí otra vez los medios de (des)comunicación aportan lo suyo, que es funesto. Recordemos que esta entretenida Argentina ya no tiene tres clases sociales, tiene cuatro. Están los pocos muy ricos de siempre, están los angustiados clase media, están los desfallecientes pobres, y están los desclasados. Los que ni. Los que se cayeron de la pobreza. Los que, a la hora de las urnas, en vez de conciencia tienen desesperación. Para esta cuarta categoría la democracia es una palabra vacía.

>  Los argentinos nos consideramos, por décadas, “los mejores del mundo”. Fuimos educados en esa creencia. Después, las sucesivas malarias nos bajaron del caballo; descubrimos que era un mero caballo de calesita. Y pasamos a sentirnos los peores del mundo: los más inútiles, los más corruptos. Pero pasado el tiempo encontramos consuelo diciéndonos que “somos los más inexplicables del mundo”. En nuestro fondo sigue funcionando el complejo de superioridad que parte de un intolerable complejo de inferioridad. Pero siempre “los más”.

>  Nos encanta autoflagelarnos. A la hora de considerar nuestras enfermedades tengamos a bien admitir que no somos “los más”. Somos lo que somos, somos esto. Sin embargo todavía tenemos pulso, no hemos desaparecido del mapa. Y esto por obra y gracia y trabajo y sueños de los primordiales. Lo primordiales carecen de vidriera y de centimetraje y de rating, están más acá de nuestras narices y nos enseñan que la humildad requiere el mayor de los corajes, que la paciencia no es resignación, que la esperanza no es una güevada de ingenuos; que la esperanza es un trabajo. Un deber.

>  Algo más: tengamos a bien considerar que la coima (otro componente de nuestra enfermedad) no es infalible ni es inevitable. Hay alguien a quien nunca podremos coimear: a nuestro destino.

>  ¿Escribí ya que los primordiales están más acá de nuestras narices? De ninguna manera es cierto que estamos como estamos porque carecemos de ejemplos. Lo dicho: los ejemplos los tenemos más acá de nuestras narices. Será por eso que no los vemos. Y permítanme ser reiterativo. Repetiré lo que escribí hace un momento, sílaba por sílaba: Lo primordiales carecen de vidriera y de centimetraje y de rating, están más acá de nuestras narices y nos enseñan que la humildad requiere el mayor de los corajes, que la paciencia es lo contrario de la resignación, que la esperanza no es una güevada de ingenuos, que la esperanza es un trabajo. Y es un deber.

>>>   Posdata.   Estamos en tiempos de expresarnos a través de las urnas. Tiempos de sufragar. Paremos la máquina, bajémonos de la mentada moto. No, no es cierto que somos todos iguales a la hora de la corrupción. El neoliberalismo, sin ir más lejos, nos ha saqueado y machucado el alma. Salgamos de la comodidad de la desmemoria. Justamente eso, hagamos memoria. Haciendo memoria superaremos nuestra patética condición de ser “los más inexplicables del mundo”. A la democracia la tenemos que hacer y amasar cada día con su noche. Como al pan. Es lindo ser argentino. No es tan lindo recibirnos de güevones. No caigamos en el obsceno lujo de la desesperanza.

* zbraceli@gmail.com    ///    www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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