Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada
Que me perdonen, entre otros, los feroces simpatizantes argentinos de un tal Bolsonaro. Que me perdonen quienes adoptaron su discurso. Los que proponen la venta de órganos; los que, campantes, para congraciarse con los ¿inocentes? habitadores de la Argentina recomiendan: El que quiera andar armado, que ande armado.
Que me perdonen, les pido, por la leve reflexión que intenta la siguiente Balada para la bala, y para la piedra.
Ella, la bala, no sabe lo que hace. Se deja; sin pestañear se deja.
La consagración de toda bala es únicamente la muerte.
Porque cuando la bala mata, la bala se realiza.
¿Aprenderemos alguna vez que la muerte trae más muerte?
¿Cuándo comprenderemos que un arma en casa es muerte que vendrá, seguro que vendrá. Y que vendrá sin mirar a quién.
Así es: las noticia semanales nos dicen que la muerte convoca a más muerte: La muerte, tal vez, de un extraño. O la muerte de un ser muy querido.
¿Cuándo nos daremos por enterados que el arma de los que delinquen está preparada para eso, para eso? Porque ellos eligen, siempre, el momento. Tienen la adrenalina intensa, siempre, sin demora, sin espacio para la reflexión.
Suponiendo que el tan mentado Dios exista, ella, la bala, le roba atribuciones al Dios que decimos venerar. Decide sobre la vida o la muerte del que entra en nuestra casa para el despojo.
A ella, la bala, le pasa como a la piedra: es inocente.
Como inocente es el diablo.
Pongamos las cosas en su lugar: a las armas no las carga el famoso diablo. La cargan los convocadores de más muerte. Los imbéciles las cargan.
La piedra nunca tendrá la culpa de la pedrada.
No, de la pedrada la piedra nunca tendrá la culpa.
Seguro que no, se diga como se diga, de la pedrada nunca tendrá la culpa la pobre piedra.
Así mismo, la bala nunca tendrá la culpa del balazo.
No pasa semana sin que los diarios, las radios, los televisores nos avisen de “incidentes” con muertes granel en colegios, en supermercados, en templos, todos producidos por las permitidas armas domiciliarias. La cantidad de muertos padecidos en dos años de guerra en Vietnam, equivalen a los producidos anualmente en las calles y hogares y colegios de los Estados Unidos. Y estas cifras comparativas se siguen superando.
Entonces, al carajo.
Al carajo con quienes, campantes, prefieren andar armados.
Andar armados para –así decimos– hacer justicia por mano propia.
¿Aprenderemos algún día que la justicia deja de ser justa cuando nos adelantamos a ella, cuándo nos erigimos en dioses?
No entremos en la guerra, por favor. Los otros saben cuando llegan. Siempre tienen ventaja porque los acompaña la alerta irresponsabilidad de la adrenalina.
Y no olvidemos. No olvidemos: en la casa, en el auto, en la mochila mejor que las armas y sus balas, el tenedor, el cuchillo y la cuchara.
Nos queda poco tiempo para aprenderlo: la piedra, jamás de los jamases, tendrá la culpa de la pedrada. Ni la bala del balazo.
A todo esto: ¿Qué se hizo Dios? Por Dios, ¿por dónde anda Dios?
Dios nos está mirando, despavorido: nos hace señas, nos advierte, nos grita, extenuado nos dice una vez más: en las casas, infinitamente más sano el aroma del sagrado olor a pan, que el jodido olor a pólvora.
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