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Ayayito, casi se nos traspapela otra vez el Día del Libro

Estamos muy distraídos. Tan distraídos que se nos pasó por alto el 23 de abril, el Día del Libro. Pero nunca es tarde para despabilarnos, para conmemorar ese día que a algunos –que a tantos–, les produce sarpullido en el cogote.

29/04/2023 22:53
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Así es: distraídos estamos por la activa desmemoria, por la malaleche, por la congénita enfermedad del dólar, por los buitres de adentro que desean fervorosamente el apocalipsis para poder gobernar. Léase: para poder hacer de las suyas. El caso es que la distracción nos come por las patas y alcanza a ese periodismo bufonesco al que no le interesa la verdad, le interesa sí escandalizar y alarmar y sembrar asiduamente una paranoia que hace buen rato se ha convertido en ideología. De derecha la ideología, claro. No es casualidad: en el olvido hay negacionismo, hay deliberación y hay alevoso cinismo. Los libros se hacen con palabras, las palabras constituyen el Idioma. El idioma seguro le da en el hígado a más de un periodista famoso. Y esto porque el vocabulario del cual disponen, oscila entre lo raquítico y lo anémico y lo paupérrimo. No hay que ser agudo detective para constatar la pavorosa pobreza idiomática de algunos famosos, nada ejemplares. El 23 de abril, fecha indigesta, le produce cólicos del alma a más de un comunicador estelar. Y a más de una. No es para menos: entre estos muy premiados exitosos, la precariedad del vocabulario conjuga con una sintaxis estreñida que hace juego con la obsecuencia y sumisión de su órgano reflexivo. ¿Nos recuerdan a quién? Al hombre rey de los monos, aquel noble Tarzán que se agarraba de los gerundios como de las lianas y emitía una que otra palabra, soltadas entre infinitos puntos suspensivos. Los sinónimos, los adjetivos, los adverbios le eran tan ajenos como el peine.

    Es razonable que a varios de nuestros comunicadores estelares los libros le produzca arcadas. La fecha los enfrenta a sus copiosas falencias. Últimamente al parecer las palabras no les resultan suficientes, y entonces recurren al atentado, y gatillan dos veces a centímetros del rostro elegido.

    Es moda recurrente perorar sobre la “libertad de expresión”, libertad que sin duda existe y se la practica hasta el desborde del insulto. Como dice Darío Grandinetti, “si aquí no hubiese libertad de expresión, quienes claman por ella no podrían ni terminar la frase”.

     A propósito del día del libro hace años me pidieron un textito en el diario La Nación. Lo retomo y lo amplío, y lo comparto. Aquí va.

°    Los libros no muerden, pero ojo al piojo, de repente muerden.

°   ¿A quién muerden? Sobre todo a tanta periodista y a tanto periodista que apenas si balbucean el idioma de don Cervantes y de don Borges. Dan lástima. 

°    Conocí a un chico que mordía libros; se comía las hojas. Un día le hincó dientes a un libro de autoayuda y se intoxicó mal y casi se muere. Pobrecito

°   ¿Se enteraron del perro que mordió a un libro que no mordía? El libro corrió, trepó a una biblioteca y gritó: “¡Esto es un ataque a la libertad de expresión!”

°    Supe de un libro escrito, por decir así, por una muy famosa periodista que para calificar un robo de cuadros usaba la palabra “terrible”. Y si se trataba de una tragedia ferroviaria usaba la palabra “terrible”. Y si se trataba de una nena ciega violada que quedaba embarazada usaba la palabra “terrible”. Y si aumentaba demasiado el precio del tomate también la sellaba calicándola con la palabra “terrible”. Su vocabulario apenas si superaba al de Tarzán. Pero sin embargo ella escribía libros. El caso es que uno de esos libros le vino sonámbulo. Por las noches el libro se escapaba de las librerías y, siempre sonámbulo, caminaba cuadras hasta llegar a la casa de su famosa autora. Ya en el umbral en voz alta le gritaba: “Me podrías haber escrito un poquito mejor “hijadetupadreydetumadre!”

°  Hay libros que nadie abre, jamás. La tristeza de estos libros sólo puede ser comparada con la tristeza que me mira desde los ojos de mi perro, los domingos a la tarde.

°  Un libro ha caído al piso; por allí, justamente, iba pasando una hormiga. La hormiga en su pulso final pensó “esto es el fin del mundo”. (La barbarie de la civilización),

° ¿Se enteraron de esa casa que se incendió entera? Nada se salvó; nada, salvo un libro. El libro fue encontrado entre las cenizas, intacto. Mucho se habló sobre esa suerte de milagro. “Qué milagro ni ocho cuartos. Ese libro quedó ileso de la devoración de las llamas porque estaba bien escrito”.

°   Los dioses andaban de insomnio siestero. Para matar el tiempo se hacían preguntas irreparables: “¿Qué es un libro?”  “Un libro es un viaje”, dijo un dios rubio. “Es el silencio cuando se pone a hablar”, dijo un dios morocho. “Es una casa sin puertas con las puertas abiertas”, dijo un dios petiso.  En eso estaban los dioses esa siesta cuando de pronto…

°    Conocí a un escritor que escribía libros porque se le ocurrían los títulos. Conocí a otro que miraba al mundo desde arriba del caballo. El pobre no sabía que el caballo era de calesita y que la calesita ni giraba. Conocí a varios que no tenían nada que decir, pero los desgraciados lo decían igual. No me puedo quejar, también conocí a un escritor increíble: escribía el castellano en castellano.

°    Abelardo, porque Abelardo se llamaba, se pasó la vida escribiendo y leyendo sin cesar. Sus libros ganaron fama y elogios, tan merecidos. Pero demasiada quietud, demasiada silla; el cuerpo de su organismo empezó a crujir, con los años. Fue al médico, pronto el médico le aconsejó realizar alguna actividad física. Abelardo le hizo caso: quería estar bien para escribir bien. La actividad que decidió fue esta: entraba a la librería, elegía un libro muy deseado y de pronto salía corriendo, con el corazón en la boca y el libro apretado contra su pecho… Hasta que un día un librero, más joven que él, lo siguió, lo alcanzó, lo abrazó y al oído le dijo: “Gracias, Abelardo, gracias, pero no debe sustraer libros”. “No estoy robando ningún libro. Este libro es mío”. Y agregó: “Es mío porque me lo voy a leer entero”.

°    Para terminar les cuento mi cuentito: Él era uno de los tantos que atravesó mares y llegó a la América, menos que adolescente. Tenía catorce años de su edad cuando piso el puerto de Buenos Aires, apenas. Él nunca pudo ir a la escuela, nunca; su feroz padre no lo dejaba. “¡Coño, que hay que trabajar!” Trabajar sin feriados. Él a los veinte años se pagaba clases con un maestro particular y así aprendió a leer, a escondidas del viejo bestial. Y él después se casó, con la Juana, y con ella tuvo tres hijos y yo, el hijo del medio, le salí averiado, es decir, escritor.

zbraceli@gmail.com   ===   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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