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Leves, muy pequeñas historias de pantalones destinados

Me desperté en la mitad de la noche con sed, sed agua, sed de verano. Bebí un par de vasos. Sin prender la luz, mirando la entretela de la oscuridad, me puse a pensar en el destino de ciertos pantalones.

16/12/2023 22:30
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Y así me fueron saliendo estas leves historias de pantalones destinados, que ahora comparto.

 

El pantalón de don Serafín

Don Serafín vivió más de ochenta años, seguro, y más de noventa. Quizas atravesó los cien…

   Cuando cumplió los setentiuno fue hasta el vértice más agudo de su huerta triangular –porque tenía una huerta triangular, no se sabe porqué– fue al vértice y allí cavó un hoyo muy hondo; adentro deshojó su libreta de identidad y le prendió fuego. Cuando las cenizas entibiaron, sobre ellas depositó su reloj, y entonces tapó el hoyo.

   Y siguió viviendo don Serafín, sin almanaque y sin horarios, le bastaba con suceder al compás del sol. “Cuando el sol amanece, yo con él. Cuando el sol, anochece, yo con él.”

Más de ochenta años vivió, seguro, don Serafín, y más de noventa, y quien sabe si no pasó los cien.

   Un día se hizo una ensalada de tomates con albahaca y ajo y se la comió y se mandó un largo vaso de vino al alma y dijo ¡que el sol se arregle solo! Y simplemente cerró los ojos y dejó de respirar.

   Al final de su pasaje por la tierra don Serafín se las arreglaba con un solo pantalón. “Estos pantalones es todo lo que dejo a mis hijos”, anotó en un papel. “Solo esto, porque la huerta es el del mundo y el mundo es de todos.”, agregó y punto.

¿Un pantalón para seis hijos?

¿Cuál de ellos lo usaría?

Siete días tiene la semana. Conformes todos: un día con cada hijo, el pantalón. Y el domingo a retozar.

Sin que lo llamaran, en las madrugadas iba el pantalón de una casa a otra casa, y se depositaba en cada umbral y esperaba el despertar del próximo hijo correspondiente.

Buen día, soy el pantalón.

Pantalón de Cabral, el sargento 

Hombrecitoescritor hoy amaneció con una pregunta inaudita: ¿qué habrá sido del pantalón de Cabral, soldado heroico? Y la pregunta se fue tallando con otras preguntas…:

   Empecemos por el principio de ese final: hubo una batalla de apellido San Lorenzo, inaugural para la liberación de esta nuestra patria idolatrada. San Martín, el gran protagonista, casi no pasa de la primera página de esta historia. Su caballo fue alcanzado por una metralla enemiga, cayó y aprisionó la pierna ¿izquierda? del futuro Libertador. Un puntano eficaz, de apellido Baigorria, intervino pronto en la primera parte de la salvación: con un lanzazo baja al español que va a ultimar al general. Simultáneamente el correntino Cabral salta de su caballo y socorre y cubre al general; mientras, recibe dos bayonetazos que buscaban a San Martín. Es posible que Baigorria, muchacho de perfil bajo, por timidez y por tener un apellido de más de dos sílabas, le haya cedido el paso en el peaje de la muerte gloriosa final a Cabral. Lo estamos viendo: ayuda Baigorria a salvar vida tan preciosa, pero eso es, por tímido, no ofrenda vida, se resigna a un segundo plano. El caso es que Cabral es el que muere en la acción. Dicen que contento.

   A su cuerpo parece que lo enterraron por ahí, cerca del convento.

Ahora otra vez las preguntas: pero a la madre, ¿quién le aviso? ¿Algún oficial, algún fraile de labia consoladora viajó a Corrientes para decirle señora, su hijo Juan Bautista ha muerto por la patria salvando al que será el padre de la patria?

   En este punto los historiadores se desvanecen. No hay información alguna ni en Google, ni en Wiquipedia. Lástima.

   Pero no hay caso, las preguntas no se resignan, avanzan a paso redoblado sobre el insomnio de hombrecitoescritor. Alguien debió viajar para dar la triste gloriosa noticia a la madre. El enviado, ¿fue con las manos vacías? ¿Portaba alguna medalla, alguna carta de puño y letra del general? ¿llevaba un sobre con alguna promesa de pensión de privilegio? Joder, no hay un solo dato.

    Hombrecitoesritor no amaina: sin el menor fundamento, de pronto piensa y sostiene que a esa madre de piel seguramente marrón le llevaron, no la chaqueta, porque estaba achurada y pasada de sangre, pero sí el último pantalón del corajudo Juan Bautista. Juan Bautista, ese muchacho que seguramente nunca pronunció las sílabas de la palabra historia.

–Reciba, señora, el pantalón de su hijo de usted –dijo el enviado.

–Al cuerpo de mi hijo, es lo que quiero yo quiero aquí.

–No podrá ser señora, recibió sepultura en tierra en el terraplén del convento que mira hacia el Paraná.

–¡A mi me devuelven el cuerpo de mi hijo, carajo!

–Señora, comprenda usted…

–¡Dije que su cuerpo quiero aquí!

–No podrá ser, señora, ya han pasado treinta y ocho días...

–Treintiocho días y treintiocho noches y treinta y ocho siestas… Déme de una buena vez el pantalón. Y raje de aquí. Y adiós pues.

   La madre extendió las manos infinitamente, abrazó el pantalón y dijo con un alarido metido en un susurro: “Venga conmigo, hijo de mi alma…”

 Mi primer pantalón largo

¿De qué color era mi primer pantalón largo?

¿Era azul? ¿Era gris? ¿Era marrón?

No, marrón seguro que no.

Entonces, ¿era azul o era gris? Era azul.

No tengo modo de saberlo porque la única memoria confiable sería la de mi mamá. Y mi mamá hace tiempo que se fue a respirar de otra manera.

Han pasado veinte, treinta, cincuenta años de mi primer pantalón largo.

Era azul. No sé por qué, pero era azul.

El pantalón del hombre fulminado

“… Van Lees sufrió la muerte más espeluznante que nunca me fue dado presenciar en un campo de batalla –Escribe Blaise Cendrars. En efecto, al lanzarnos al ataque, un obús lo arrastró, y vi, lo vi con mis propios ojos, que lo seguían por los aires, vi al apuesto legionario violado, estrujado, succionado, y vi su pantalón ensangrentado caer vacío al suelo…

    Y entonces vio Blaise al pantalón de su amigo ensangrentado. Lo vio caer vacío al suelo del mundo donde la vida esa vez continuaba, como siempre pasa.

    Y el pantalón ahora yaciendo, mudo, sobre la faz de la tierra entera. Caramba, y la tierra como si nada.

Madre mía, madre de él, qué vacío el pantalón vacío. Afuera, lejos, solo, el alarido.

   A Blaise Cendrars hubiera yo querido preguntarle: al pantalón vacío de su amigo, ¿fue y lo alzó? ¿lo plegó y lo guardó en su mochila antes de que la sangre se enfriara?

Hizo eso, o le dijo adiós van Lees y lo dejó allí, allí donde cayó vacío.

Pantalón de torturador

   Preguntas, más preguntas: ¿Quién destina el destino de los pantalones?

¿Tienen alguna posibilidad de albedrío? ¿Posibilidad de karma y esas traslaciones, los pantalones?

   Pero vayamos a un caso concreto. El pantalón de un torturador , ¿qué siente a la noche, al final de la jornada laboral? ¿qué le pasa cuando se vacía de ese hombre?

¿Llora? ¿Gime? ¿Reza? ¿Se retuerce por las culpas de su dueño?

   Ese pantalón ni llora ni gime ni siente culpa ni reza: vomita.

   Ese pantalón, seguro, no pega los ojos durante las noches mientras él –seguimos hablando del hombre torturador– duerme bajo un techo que cubre a su amada esposa y a sus amados tres hijos.

   En fin, el insomnio del pantalón del torturador no tiene fin, no tiene nombre, no tiene fondo. No tendrá.

Piedad para ese por siempre desgraciado pantalón. Pobrecito. ¿Qué Dios lo condenó a ser justamente el pantalón de ese hombre que golpea, que ahoga, que asfixia, que desuña, que mete sal en la herida y electricidad en las venas, que desnuca diariamente a la condición humana, que desfonda al absurdo?

   ¿Que dios, qué Dios –con minúscula o con mayúscula– decidió que este fuera –el por siempre– pantalón que el torturador usa para ir a trabajar? 

 

Pantalón de poca espalda

   Ese pantalón, veamos, le queda enorme, demasiado grande al cuerpo que lleva adentro.

   Ese pantalón tan gastado, estaba acostumbrado a más cuerpo. Pero los años. Pero la vida. Y ahora está apenas amarrado a la cintura de ese hombre, cuelga lánguido.

   Sigamos: el hombre que lleva ese pantalón que estamos viendo, posiblemente se llama Esteban Salinas. ¿Esteban Salinas? ¿Por qué? No importa. Sigamos. Salinas hace largo rato que está acodado sobre ese mostrador de café. El pantalón nos cuenta, nos está diciendo que Salinas, aunque tendrá unos 65 años,  ya empieza tener los días contados; entró en el último recodo de sus días sin mujer, con hijos lejos lejos, con un pan escaso y deshabrido, con tantos sueños que quedaron en el camino como pañuelos que se caen y nadie recoge y entonces el viento…

Y entonces el viento, qué va a serle, barre esos sueños, los empuja al más triste de los abismos: a ninguna parte.

Pantalón espantapájaros

Este año los gorriones y sus primos del aire están imposibles.

A la huerta, ellos, ¿por qué siguen viniendo si pusimos un espantapájaros?

No hay explicación. O sí.

Hagamos memoria: cada día abuelo juanario se iba de la casa y de su imponente mujer y de sus sonoras cinco hijas, apenas el sol se insinuaba. Volvía siempre a las doce y veinte. En cuanto veía la raya de sombra de un poste, decía es la hora y miraba su reloj de bolsillo y decía no hay caso es la hora. En las mañanas vigilaba la distribución del agua en las hijuelas, hacía alguna que otra tarea menuda, y comía de a ratos un medio pan que alternaba con aceitunas o lonjas de jamón crudo. La otra mitad la deshacía en miguitas. Esquirlas buenas, decía, esquirlas de harina…

   Los gorriones y sus primos le conocían la voz y ese hábito repartidor. Cada día, a media mañana bajaban por las infinitas esquirlas de ese medio pan compañero, con panero. Y escuchaban la cordial proclama de abuelo Juanario:  

–¡Aquí! ¡Aquí! ¡Es la hora de las esquirlas buenas!... Vengan, hijitos. Bajen de una vez al paraíso, que no hubo pecado original, que el paraíso no queda arriba, hijitos, les digo, que el paraíso queda aquí abajo…

Y los gorriones y los zorzales y las calandrias y todos los animalitos del aire bajaban, le hacían caso.

Venían a comer cada día su pan de cada día, como todos los dioses mandan en vano.

Así las cosas hasta hace tres lunes, cuando abuelo Juaniario se acostó a dormir la siesta. No se despertó más.

Decíamos: Estos días los gorriones y sus primos del aire están imposibles.

A la huerta, ellos, ¿por qué siguen viniendo si pusimos un espantapájaros?

No hay explicación. O sí.

Y vienen, y siguen viniendo, confianzudos, esperanzados porque el pantalón enarbolado es el que usaba en vida abuelo Juanario.

Vuelven por las esquirlas del pan de cada día.

Claro como el agua clara: el pantalón del espantapájaros aquel decidió convertirse en un llamapájaros. No temáis, pájaros, venid a mí.

 

* zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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