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El más intenso Viejo de la Bolsa de la Tierra, su desnudación

Vuelvo sobre el Viejo de la Bolsa de mi niñez. No es un ejercicio de nostalgia lagañosa el que comparto; es una presencia activa; siempre me despabila. Lo conocíamos por Canario. Ya de grandes, cada vez que nos juntábamos con Leonardo Favio, asomaba aquel Canario de nuestras infancias.

11/02/2023 23:32
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Reanudo viejas palabras con preguntas de este 2023: ¿Cómo hacer para que el ratito de bondad navideña anual no se parezca a una efímera cañita voladora?

  Lo cierto y palpable es que ese brote de bondad nos dura menos que hacer la digestión. Si es por rescatar gestos genuinamente navideños ahí tenemos la preciosa noticia –¡tan ninguneada!– de la donación de más de 3 millones de vacunas contra el Covid19 que hizo nuestra Argentina. Vacunas distribuidas en la siempre sufrida Bolivia; además en países de África, Asia y del Caribe. Resultó ejemplar y conmovedor que esta vez el avión Hércules aterrizara en Bolivia con un cargamento de ¡un millón de vacunas! Vaya paradoja: hace poco más de tres años, el mismo avión, aterrizaba en Bolivia, pero con gendarmes y pertrechos bélicos destinados al Golpe de Estado que derrumbaría al por entonces gobierno de Evo Morales. Es decir –neoliberalismo mediante–, en aquella vergonzante ocasión en vez de vacunas destinadas a salvar miles de vidas, aterrizamos con un cargamento de armas crueles y antidemocráticas. Madremía. Y madrenuestra. Qué vergüenza.

     Pero me fui por las ramas. Vuelvo al Canario. Voy a recuperar la leve historia de un personaje que ya traje a respirar a esta columna, hace más de una década. 

   Me da gusto recordar y decir que en mi Luján de Cuyo aprendí a respirar, muy cerca de la cancha del Bajo y del río, en tiempos en que la camiseta era granate. Granate rojovino, granate malbec, naturalmente. De aquellos años de infancia queda latiendo en mi memoria el Canario: encarnaba la sonrisa, la risa y la ternura. Era nuestro entrañable viejo de la bolsa. Aquel Canario con el tiempo se metió en las páginas de dos de mis libros: “La Misa Humana” y “El hombre de harina”. Ahora otra vez lo saco de mis libros, y lo traigo a esta columna.

   El Canario vivía bajo el viejo puente de hierro del río Mendoza; vivía con la Canaria, su mujer final. Mi papá me contó que este hombre había nacido en España, en el seno de una familia acomodada. Al parecer, un amor que se volvió desamor le trisó el corazón; en realidad se lo partió, y entonces dejó pertenencias y patria y, vaya a saber cómo, terminó sus días, sus siestas y sus noches en el Luján de Cuyo.

    ¿Cómo era el Canario? No era un vulgar monicaco, era mucho más: un hacedor de finísimo humor. Contaba cuentos, y sembraba esa clase de risa superior que asoma en las sonrisas y no necesitaba de la demagogia de la carcajada. Entretenía sus horas fabricando casitas con restos de vidrios rotos, los pegaba con engrudo de harina en estructuras de cartón.

    Era, el Canario, un viejo de la bolsa con bolsa y todo. Corpulento, de abundante barba blanca, usaba una camisa siempre blanca y casi sin botones. No daba ni metía miedo el viejo. Transcurría sus días silbando, murmurando canciones, deshojando cuentos, dejándose lamer por el sol, de vereda en vereda.

   Una tarde muy helada de pleno invierno, sin aviso, sin motivo que se supiera, el Canario empezó a desnudarse en el medio de la calle. A la vista de todos se desnudó completamente. Mientras lo hacía, lloraba en silencio. Lloraba con lágrimas.

    El vecindario se escandalizó. En adelante, los postigos se cerraban cada vez que el Canario se acercaba con su bolsa al hombro; con su bolsa cargada de barullitos y casitas gestadas con trocitos de vidrios.

    Es tan pequeña esta pequeña historia, que eso es todo; ya ha concluido.

    Un hombre desnudándose delante de sus semejantes. Un hombre desnudo y llorando, ¿qué es? Es la pura, es la primera, es la última verdad. Sin embargo, la civilizada civilización (que hoy se denomina neoliberalismo) nos ha adoctrinado para rechazar y huir de lo genuino, para escandalizarnos por la simple pura verdad.

    Damas y caballeros, ni más ni menos: la verdad nos produce desasosiego, espanto. Con uñas y dientes rechazamos lo genuino. Así viene siendo, así es: le cerramos los postigos a la Vida. No queremos desvestirnos, no sabemos desnudarnos. No queremos sacarnos la apariencia de encima. Somos unos correctos cobardes ¿hipócritas? perfectos.

   Lo que pasa es algo sumamente grave: nos han entrenado para confundir maquillaje con semblante.

    (Esto lo supe, esto lo aprendí, para siempre, por aquel Canario que una tarde de duro invierno, en plena vereda, se desnudó completamente mientras lloraba en silencio).

    Ahora, ya en el 2023, ha quedado atrás otra Navidad, otro fin de año, otro comienzo de año con sus ojalá. Noto que me está alumbrando de nuevo la imagen de aquel hombre cordial y discreto y, por esto, sabio.

    Miro a lo lejos y noto que allá viene el Canario por la vereda alta. Camina bordeando la acequia; ya quedó atrás la euforia de los cohetes, de los brindis, de los augurios. Una que otra cañita voladora deshilacha la inmensa noche.

    Ahí llega el Canario: no viene para pedir, no viene para dar lástima, no viene para aprovechar ese ataque de generosidad que nos brota sólo porque estamos cerrando el año. Carga una especie de bolsa sobre su inmensa espalda. Trae flores, decenas de ramitos de esas flores silvestres que no tienen nombre: las que nacen desinteresadas entre las pestañas del río.

    Se detiene apenas en la ventana de cada casa, y deja un ramito por vez. Lo deja sin decir palabras, sin esperar el agradecimiento o la moneda; lo deja y sigue rápido hasta la siguiente casa.

    Iluminado por la dignidad de su silencio, el Canario hace camino con esas flores que no tienen nombre, que no se compran ni se venden.

   Allá va… Ahora se está alejando manso… allá va, rumbo al puente del río…

   Debajo del puente de hierro lo está esperando la Canaria, que tiene sed: a ella le dará el último ramito y una canción de palabras silbadas. Y, naturalmente, enseguida se amarán a rajacincha. Desnudos, como todos los dioses y las diosas habidos y por haber mandan.  

 

Posdata.   A veces me pregunto: ¿habrá sido cierto el Canario?

La duda me merodea: este viejo de la bolsa, ¿habrá sido producto de mi fiebre imaginadora?

Más allá de mi fiebre, los postigos que se cerraban sí que fueron ciertos.

Ay, los postigos… los postigos y las rejas y la paranoia.

La paranoia, madremía, por estos días, neoliberalismo mediante, convertida en devastadora y repugnante ideología...

    Escuchemos, suenan campanas.

    Allá viene otra vez el Canario.

    No le tengamos miedo a su candor.

    No le cerremos los postigos en la cara, por favor.

    El Canario no sólo es un buen hombre, además es un hombre bueno. Aquella vez cometió el pecado de desnudarse en público. Y el vecindario se asustó. Y entonces, ¡a cerrar los postigos se ha dicho! Y a mirar por las rendijas. Como de costumbre.

 

* zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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