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¡Felices 100, don Piazzolla!

14/03/2021 06:54
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Por Rodolfo Braceli

Vamos a hacer una flor de excepción. Sabido es que los argentinos preferimos conmemorar las muertes antes que los nacimientos. ¡Al caraxus con ese extendido vicio nacional! Ahora estamos ce-le-bran-do el cumpleaños ¡número 100! de Astor Piazzolla. Centenario de su nacimiento

     Lo primero que Piazzolla hizo fue nacer. Eternamente agradecidos; lo bien que hizo. Eso sucedió el 11 de marzo de 1921, en Mar del Plata. Naturalmente, llegó rompiendo horarios, haciendo lío, como que nació a las dos de la mañana. Es momento también de agradecer a los autores del organismo que anidó a semejante genio, es decir, a sus padres: Vicente “Nonino” Piazzolla y Asunta Manetti. Asunta contaba que Astor de chico era buenísimo, pero que dormía muy poco. Solemos decir que los chicos nacen con un pan debajo del brazo, Astor vino con un destino debajo del brazo. Fue un grandísimo estudioso que jamás se soltó de la raíz popular. No por casualidad uno de sus maestros fue Ginastera. El padre tuvo la ocurrencia de regalarle un bandoneón usado (vaya a saber por quién). Años después la familia Piazzolla se trasladó a Nueva York y el “destino” quiso que en aquel tiempo conocieran a Carlos Gardel cuando Gardel filmaba para la Paramount “El día que me quieras”. Esa película entre sus personajes tenía a un canillita. El Zorzal no dudó, lo eligió a Astor que andaba por sus 14 años de edad.

     Antes de seguir digamos algo previsible, casi obvio: Astor fue hijo único. Si bien es cierto que todos somos “únicos”, hay algunos “únicos” que estallan, que rompen el molde y hasta sacuden los cimientos de la fábrica de hacer moldes.

   Para recordar al músico tanguero más atrevido del mundo, ahora compartiré algunos  párrafos del capítulo que le dediqué en mi libro Argentinos en la cornisa (editorial Aguilar, 1998).

    ¿Cómo era Piazzolla? “Era un Animal. No encuentro otra palabra mejor para definirlo. Piazzolla era un animal en el más pleno sentido de la palabra. Siempre en carne viva, el tipo era pura sed. Sed con hambre. Al verlo destripar su fuelle uno suspendía la respiración.

   Lo conocí en 1972, en la velada dedicada al tango en el teatro Colón. Yo estaba ahí, merodeando, para relatar el detrás de la escena, para la revista Gente. En esa gala histórica actuaron Troilo, Salgán, Federico, Goyeneche, el Sexteto Mayor. Piazzolla con su quinteto se presentaba en la última parte. Ya en la previa del mega recital Astor fue sembrando un clima inquietante. Sus músicos y amigos lo definían como “cabrón”. Y vaya si lo era. En sus declaraciones siempre estaba latente la polémica.

   Volvamos a aquella velada de 1972. El recital se extendía más allá de las tres horas y él, devorado por la impaciencia, iba, venía, bichaba detrás del escenario, puteaba y reputeaba en voz alta. Antonio Carrizo –el presentador–, le repetía “Calmate, Astor, que todo llega… Piazzolla le contestaba: “La putaqueloparió: ¡o entro en dos minutos al escenario con mis músicos o me voy a la misma mierda! Y Carrizo: “Calmate, Astor, calmate…”

   Lo seguí a Piazzolla. De pronto lo perdí entre bambalinas. Pero lo busqué hasta que lo encontré; estaba sentado en un banquito, en la penumbra, en un rincón del inmenso escenario. Me le acerqué en silencio, se había alzado el ruedo de los pantalones hasta las rodillas y se rascaba con desesperación. Advertí que tenía una pierna más flaquita y me acordé de mi viejo, que padeció polio a sus 20 años, cuando la enfermedad no tenía nombre. Le dije, arriesgándome a que me mandara al carajo:

–Mi papá tiene una pierna como usted.

–¿Y le dicen “rengo” a tu viejo?

–No. La pierna le quedó flaquita pero camina perfecto. Se curó haciéndole caso a un médico naturista alemán que le recetó gimnasia y baños de agua fría en pleno invierno. Ahora realmente lo de la pierna ni se le nota al caminar.

–A mí tampoco se me nota. Pero esta noche, sabés, voy a empezar a renguear.

–¿Por qué dice eso?

–Porque de tanto esperar cada güevo me pesa diez kilos… ¡y los tengo por el piso!

–Tocar en el Colón lo pone nervioso.

–Preguntale a mis güevos qué opino del Colón. Con esta espera para salir a tocar siento que estoy envejeciendo.

–Astor, ¿por qué se rasca así?¿Pulgas tal vez?

–Otra que pulgas. Arañas, ¡arañas pollito! Dejame solo pibe, por favor.

   (Me aparté unos metros, pero sin dejar de relojearlo. Siguió rascándose con desesperación; mientras tanto algo murmuraba. A cada tanto se salivaba las manos, las frotaba en sus pantorrillas y volvía a rascarse. Le soplé a Carrizo que Piazzolla estaba al borde de la explosión. Carrizo titubeó, amagó acercársele, pero guardó distancia, y me dijo: “No, mejor dejémoslo que se rasque.”

   Pasaron veinte, pasaron cuarenta minutos más: en el escenario recién era el turno del Polaco Goyeneche. Piazzolla apuntó en dirección del camarín de Troilo… Yo, detrás, a orejear. Ya con Pichuco, Astor redobló sus puteadas. Pichuco, beatífico, lo miraba y decía bajito Y bue… y bue... Entonces Piazzolla le propuso algo inaudito:

–Gordo, tenemos que hacerlo de una vez por todas.

–¿Hacer qué, gato?

–Hay que terminar con los cantores. Tenemos que estar sólo los músicos, ¡no tienen nada que hacer los cantores aquí!

–Y bue… y bue…

   Pasó una década. Invierno de 1982, mi segundo encuentro con Piazzolla. La Capilla (una ex iglesia ortodoxa) se convirtió en sala de espectáculos con la supervisión de Lino Patalano. Como yo tenía algo que ver con la mutación de la iglesia en teatro, pude frecuentar a Piazzolla durante su serie de recitales. Había que verlo en los ensayos de cada día: apoyaba el pie en un cubo negro y soltaba su vértigo. Difícil contener su adrenalina. La noche del debut, después del aplauso final, el violinista Suárez Paz ya en el camarín se derrumbó extenuado en una silla. Hermenegildo Sábat estaba allí, con las pupilas más grandes que sus ojos. Suárez Paz alzó la mirada y le dijo: “Para tocar con Piazzolla hay que estar completamente loco”.

   Por aquellos años Astor ya había tenido un par de infartos. Verlo desplegar tanta vehemencia, nos hacía decir: “Este hombre en cualquier momento revienta en el escenario”. Teníamos a mano varios números de teléfonos de emergencia médica, porque “la bestia siempre toca como si el mundo se acabara en el próximo minuto”. Esta frase, la dijo Sábat o Suárez Paz. Una semana después del estreno me animé a conversar con Piazzolla.

–Viendo todo lo que usted saca cuando toca, se ve que el corazón le quedó diez puntos.

–Si a mi corazón lo tuviese siete puntos lo tiro ya al tacho de la basura.

–Usted no se mide en el escenario.

–Ni cuando salgo a pescar. No la voy con los pescaditos para cocinar a la cacerola: voy por tiburones. O nada.

–Anoche, cuando se mandó con “Escualo”, López Ruiz por poco suelta el bajo para abrazarlo.

–Ese no suelta el bajo ni aunque la sala se incendie.

–Justamente, el escenario era como un incendio.

–Si no hay incendio no hay música.

–¿Qué tema lo sacude especialmente?

–Mirá, si un tema no me sacude “especialmente” yo ni me cambio los calzoncillos para venir… Pero te confieso: cuando estoy con La última curda tengo que andar con  cuidado, porque me cago encima.

–¿Puede definir con tres palabras a Troilo?

–Con una: ¡tango!

–¿Cómo tocaba Troilo y cómo toca usted?

–El gordo acariciaba las teclas. Yo me saco ampollas: le hundo los dedos hasta las tripas al bandoneón. A mí me dicen gato, pero el gato era él. El gordo con la música te hablaba despacito, al oído. Yo no bajo del alarido.

–Usted, con el bandoneón, ¿qué vendría a ser?

–Un perro buldog. No, mejor un tigre. Un tigre que hace una semana que no come.

–Se suele decir que su música es un orgasmo.

–Un orgasmo infinito. Un orgasmo que nunca se acaba.

–¿Se imagina retirado de esto?

–Mirá, en cuanto yo me vea jovato, no me corto las uñas más.

¿Para?

–¡Ja! Para rascarme las venas por el lado de adentro. Antes que venga por mí el guadañazo final quiero sacarme de las venas hasta la última gota de música. Escuchame: al cajón no me meten si antes no me arañé hasta la última gota de música.

   Posdata.  A Piazzolla una trombosis lo tumbó; su agonía se extendió por casi dos años. Ni por puta se quería morir. A los ojos de los demás era un vegetal… Pero no se moría; seguro, porque le restaba en las venas alguna muy escondida gota de música. Y la estaba buscando, hasta que la encontró.

   Astor, animal para todo. Con él, la muerte debió esperar. Con él, la vida no se la llevó de arriba.

   Estos días en medio mundo se está celebrando el centenario de su nacimiento. Y en la otra mitad del mundo también. Una vez más, le reiteramos nuestro profundo agradecimiento a los autores de su vida, a Asunta Manetti y a Vicente “Nonino” Piazzolla. Qué buena, qué prodigiosa idea tuvieron Asunta y Vicente aquella vez que se hicieron el amor de los amores. La consecuencia fue un nene que se iba a llamar Astor. Para siempre.

*  [email protected]   ===    www.rodolfobraceli.ar

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