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Madre tierra y virus y cacerolas

21/04/2021 18:26
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Este 22 de abril se celebró el Día Internacional de la Tierra. Realmente, ¿fue un día de celebración o de luto ecuménico?

Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Reanudo reflexiones vertidas en esta columna hace una década. Nos cantamos en la Tierra y no precisamente porque le cantemos a la Tierra. Como de costumbre, hubo peroratas de ocasión y hubo reflexiones cruciales. Este año tuvimos una celebración ahumada porque decenas de miles de hectáreas de nuestro mapa idolatrado ardían mientras, los unos y los otros, que vendríamos a ser nosotros (esta sociedad) en vez de ir al fondo de la cuestión, nos empeñábamos, para variar, en sacar “rédito político” de la calamidad y de la muerte. Esto del rédito político alguna vez fue con la tragedia de Cromañón y hoy es con la pandemia mundial. Como la necedad de los humanos individualistas no cede, es reiterativa: también es nuestro deber ser reiterativos en la protesta.

    Por ejemplo: noticias del verano del año 2007 después de Cristo nos avisaban  que “por el cambio climático, hasta los esquimales necesitan refrigeración”. Los inuit, en el Québec canadiense, instalaron aparatos para afrontar los 30 grados del mes de julio del 2006.

    Otras noticias nos avisaron que el huracán de enero del 2007 sólo en Alemania derribó casi 25 millones de árboles. Cada desastre reflota el tema del dióxido de carbono que expulsan los benditos automóviles. Y saltan cifras: la Unión Europea marca como límite los 140 gramos por km. en los gases de escapes. De las 20 marcas más conocidas sólo 3 están por debajo de ese nivel. Y el expresidente Trump se raja de la cumbre de París gesticulando como Mussolini. A la vista está: los países aparentemente más “civilizados” del autodenominado Primer Mundo regalan sus conciencias ecológicas, en plena democracia, a las reales dictaduras de las superempresas. Aquella cumbre mundial de científicos en París, en un informe escalofriante, nos anunció que la temperatura media de la Tierra “subirá entre 1,8 y 4 grados en cien años y el nivel de los océanos aumentará unos 59 centímetros.”

    Los seres humanos, en apenas 50 años, hemos destruido más que en toda su historia planetaria. Minga de 4 estaciones de 3 meses cada una. Tenemos 8 meses de verano, y nos quedan 4 meses para el otoño, la primavera y el invierno. Mientras se disuelven las estaciones siguen operando esa banda de cabrones que sostienen los genocidios preventivos y justifican los efectos colaterales que devoran de a cientos, de a miles, las vidas de niños, ancianos y poblaciones inermes.

   Decimos que “Dios tiene látigo y no se le ve”. Está por verse. Pero lo del Dios castigador es argumento de doble filo. Mejor que invocar la multa o la sanción divina basada en el chantaje del miedo, es sembrar una justicia genuina que ponga en su sitio a los que generan hambre y analfabetismo y analfabetización; a los que pudren las aguas y pudren los aires; a los que cultivan la paranoia y el armamentismo hogareño; a los que justifican la tortura como método de persuasión.    En fin, a los que saquean a la Madre Tierra.

   Nuestra Naturaleza es violada a rajacincha, especialmente por los países ricos. Esa obscena metáfora de la esclavitud que es la globalización nace de un sistema, aparentemente triunfante, al que llamamos capitalismo, o neoliberalismo. Viene de ese imperio desbocado que hace genocidios preventivos como quien organiza kermeses para recaudar fondos.

   Hasta ahora, salvo algún que otro tornado irrespetuoso, los mayores desastres se vienen padeciendo en los países hambreados. Hasta ahora. Porque hace unos años –hagamos memoria–, hubo un dramático corte de electricidad que afectó a 50 millones de personas, por empezar a Nueva York. El río de la multitud salió a las calles solidarizada por el espanto.

   ¿Atentado?,¿Consecuencia del calor y de la calor? Por otro lado, Europa sudó la gota gorda, jadeó. Suiza, la de los bancos preferidos por nuestros atorrantes nativos, tuvo los registros más sofocantes en 250 años. La Europa occidental, tan dada a la creciente xenofobia, no pudo cerrar sus fronteras de arriba: a 1500 metros de altura el aire alcanzó los 30 grados. La sensación de Apocalipsis se acunó en Francia: ríos resecos, incendios, funerarias cerradas por falta de stock y 14 mil seres humanos muertos en un solo agosto.

    Estamos viendo que ya no basta con ser del Primer Mundo. La madre Naturaleza se hartó, tiene los ovarios y las güevas a ras del piso. Perdió la paciencia, se calentó ofendida por la devastación de bosques, por la pudrición de aguas, por la emisión desaforada de dióxido de carbono, por la extenuación vertiginosa de suelos como los de Uruguay (destinados a producir árboles que serán devorados por las pasteras presuntamente generadoras de trabajo), o suelos como los de Argentina, destinados a la devorante, a las prepotente soja; un vivalapepa que alguien definió como “la convertibilidad de la agricultura”.

   Así es: la Naturaleza se cansó de que la criminal globalización le toque el traste y algo más. Y ya no hace distinciones entre Primer y Tercer Mundo. Los 14 mil muertos de un no lejano verano de Francia, el apagón en Estados Unidos, el aire caldeado a 1500 metros de altura en Europa, los refrigerados entre los esquimales nos avisan que el planeta está en la cornisa, entró en default. Y el default alcanza ahora no sólo a los pobrecitos países saqueados y empobrecidos. Encima, aquí le sumamos incendios que se producen sin querer queriendo.

   En cualquier verdulería de aquí, de París o de Nueva York o de Pekin o de Moscú escuchamos la perfecta definición para lo que nos está pasando: “No somos nada”. ¿Vamos a caer en el triste consuelo del mal de muchos? No somos nada y seremos mucho menos que Nada si seguimos tolerando con la indiferencia, indiferencia activa, por ejemplo, que en consumar un genocidio preventivo, como el de Irak, se inviertan millonadas superiores que las que harían falta para terminar, en un par de años, con las plagas endémicas, con el analfabetismo y el hambre impuesto para miles de millones.

   Mientras sucede esta condición humana al espiedo, tomemos conciencia de la inconsciencia. Así vamos hacia un final sin necesidad de bombas nucleares. Estamos gestando un apocalipsis que nos cocinará, sin retorno.

    De todas maneras, damas y caballeros, meditemos algo difícil de negar: es infinitamente mejor decir “no somos nada” bien comidos y entechados y alfabetizados, que decir “no somos nada” a la intemperie, sin trabajo, frente al estupor de hijos hambrientos.

   Antes de que sea demasiado tarde: cantémosle a la Tierra. Y dejemos de cantarnos en la Tierra. Hasta cuándo con esta tenacidad para la suicidación.   

    El lector, la lectora a esta altura se estará preguntando: en el Día de la Tierra, ¿este tipo no dice nada sobre la pandemia, sobre el coronavirus?

    Lo que hay que decir a la vista está. El planeta entero está atravesado de norte a sur y de este a oeste por un virus que se diversifica; no respeta edades, no respeta países poderosos  y países paupérrimos, voltea a famosos, a deportistas, a presidentes, a rubios y a morochos, a atletas y a ancianos.

     Parece mentira, hay que aclarar una y otra vez que la pandemia no es un invento argentino. Pero la especulación y la desenfrenada búsqueda para conseguir asqueroso “rédito político” por estos pagos sigue a la orden del día. El chicaneo no sólo es inmoral, en estos momentos es criminal. No es casual lo que padece la Argentina y el mundo entero. La madre tierra viene siendo saqueada y violada. Y con la pandemia nos está pasando la factura.

     Mientras que mundialmente colapsan los hospitales y los cementerios, aquí, en nuestra patria idolatrada, hay seres humanos que, al compás de las insensibles cacerolas, enarbolan su libertad personal para atentar contra las vacunas. Un día dicen –señora Carrió y señora Bullrich mediantes– que las vacunas “envenenan”. Otro día reclaman porque “no hay suficientes vacunas”. Con eso no sólo sabotean a la democracia, atentan contra la Vida. Colaboran para que el planeta sea una cloaca infectada.  

   No hay piedad en la corrupción del medio ambiente. Por ejemplo, en el mismísimo Monte Everest se encontraron dos toneladas de basura. La Argentina pudre sus ríos, lotea pedazos de mapa, atenta contra el verdadero oro, ¡el agua! El agua es sagrada y la estamos regalando y envenenando.                                        

   Y así estamos, caceroleando impunemente, sin aprender lo esencial para salvarnos como país y como planeta. ¿Aprender qué? Aprender que nuestro destino como sociedad y como especie depende de que convirtamos a la libertad en sinónimo de solidaridad.

   Dicho de otro modo: la solidaridad es la forma más ardua de la verdadera libertad.

*  [email protected]   ===    www.rodolfobraceli.ar

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