Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires
Estábamos muy cerca, pero el episodio no podía, no debía reducirse a una mera anécdota protagonizada a través de un asalto encarnado por algunos centenares, “cuatro locos”. Sucedió en el ombligo del Gran Imperio que, por ahora, impera en el planeta. Se nos han pasado uno, dos, tres años… menos que un pestañeo de historia. Reitero lo que clamaron muchos: Hermanos y hermanas de la tierra entera, tenemos que avisarle a Walt Whitman. Pronto. Están sucediendo barbaridades; ya no quedan colmos por desnucar. Viene al caso recordar algo muy traspapelado: que el inmenso Whitman estaba enamorado de la democracia; a ella le cantaba desde el huracán de su poesía. A ella, la democracia, la nombraba como me femme. Ayer nomás, en el sísmico año 2024 después de Cristo, al novio de la democracia tenemos que avisarle que ella, la democracia, desde hace tiempo viene siendo ultrajada, en fin, violada por los cuatro costados.
Esto de la violación, a la vista de media humanidad y de la otra mitad también, tuvo su apogeo cuando el pasado 6 de enero del 2021, una banda de barras bravas de histrionismo fascista asaltó nada menos que al Capitolio. Algo insólito, inaudito, trágicamente desopilante. Porque el Capitolio de Washington para la democracia vendría a ser como el Vaticano de Roma para el catolicismo. Hagamos un esfuerzo: ¿podemos imaginar una turba de fanáticos chupacirios violentando la capilla Sixtina; una turba desaforada, soltando gargajos, escupiendo insultos, meando y lo que venga?
Aquello que pasó nos parece delirio, pero no lo es. Esto sucedió con el alarde de la impunidad, en las entrañas del congreso del país-imperio (por el momento, reiteramos) más poderoso del planeta. Pasó incitado por un presidente de los Estados Unidos que no aceptaba el sagrado mandato de las urnas.
Un resuello, y sigamos. Los norteamericanos preferían consumar sus salvajadas puertas afuera; hasta entonces, puertas adentro se mostraban ejemplares para la platea mundial: los candidatos presidenciales se saludaban sonrientes, tras arduos debates. Actuaban bien, cuidaban el lenguaje, cuidaban los modales; en fin, cuidaban las apariencias. Los Golpes de Estado, consulados mediante, siempre los hacían afuera, lejos, en cada caso enarbolando con descaro la gran excusa: iban a salvaguardar la sagrada democracia y la amada libertad. Pero esta vez el simulacro se les fue al mismo carajo: a la excusa le pusieron un petardo en el trasero y ella, la bendita democracia, estalló descuartizada. En apenas un ratito los televisores le mostraron al mundo que el Gran País del Norte a la democracia la usaba de la boca para afuera; para decirlo con la rotunda elocuencia de la vereda: la usaba como preservativo, es decir, como condón.
Todo sucedió tras una arenga alevosa de un presidente saliente, un matón, ridículo, irreparable. ¿Cómo se llama este tipo? ¿Cuál es su curriculum? Este tipo es alguien que acostumbra ser supermillonario, tiene nombre y apellido: Donald Trump. Buen porte, cuando hay cámaras cerca de pronto camina con prepotencia. Se imita a sí mismo; “sí mismo” imita a su vez a aquel desatado gesticulador que se llamaba Benito Mussolini. No tiene semblante, Donald, tiene maquillaje. Su hablar, de constipada sintaxis, se sostiene con el espray que le sobra a su jopo. A los caricaturistas se les hace refácil dibujarlo: ostenta un jopo incomparable –por lo ridículo– que deviene en flequillo rasante. El caso es que, en realidad, este tipo no es más que un entusiasta vocero del Pentágano. Convengamos: desde hace años los norteamericanos no eligen “presidentes”, eligen “voceros” del Pentágono y de las Grandes Burbujas que anidan bancos agónicos y más bancos.
Este Trump ampuloso, gesticulante y matón, es temible en la medida que irresponsable. Tiene notorios imitadores en nuestra patria y, sin ir muy lejos, en Brasil. No podemos catalogarlo como un mojón, sería excesivo, es medio, es un cuarto de mojón. Así y todo admitamos que es extremadamente peligroso; tan peligroso como un mono que juega al balero con una granada; encima borracho el mono.
Pero no nos engolosinemos con el divertimento de su identikit. No miremos la punta del dedo –como de costumbre– sino lo que el dedo señala. Por favor, no olvidemos que, democracia-condón mediante, el señor Trump fue votado por más de 70 millones de humanos con sus respectivos cuerpos y almas y albedríos. A esto sumémosle los millones de cómodos, indiferentes activos, que ni se molestan en concurrir a las urnas. Esos millones curten la antipolítica y profesan eso, la indiferencia activa. Son los que convirtieron a la paranoia en la más eficaz de las ideologías. Lo grave es que esto es contagioso. Como el miedo. Y el miedo es más antiguo y más abundante que el amor.
Algo a la larga saludable tiene el escándalo del Capitolio: sirvió para arrancarle la careta al Imperio. Para sus invasiones “preventivas” ya nunca más podrán utilizar la excusa de “salvar la democracia”, tradicionalmente salen a colonizar.
Pero cuidado: eso que estalló lejos tiene consecuencias aquí. No somos ajenos. Siempre estamos en la cornisa. Hay elementos que conectan la alegrísima invasión al Capitolio, con el cercano rodeo policial a la quinta presidencial de Olivos, durante la presidencia de Alberto Fernández. En ambos casos asombra el grado de orfandad de la democracia, la campante impunidad expuesta sin disimulo. Realmente, estamos a merced de una docena de locos muy sueltos. (Dicho esto, con perdón de los respetables locos). Esta vulnerabilidad vale para la primera potencia mundial y vale para las patrias chicas que no terminan de coagular en la Patria Grande.
Cuando decimos que nuestra democracia recién está en la adolescencia, nos pasamos de optimistas. Lo real es que todavía estamos gateando. Cumplir años no siempre significa crecer. Para crecer hay que superar el hambre, la desocupación y la analfabetización ejecutada por los medios. Los desesperados no pueden, no tienen por qué ser reflexivos.
No nos engañemos, el inaudito episodio del Capitolio no le ocurrió sólo a los norteamericanos. Nos viene ocurriendo también a nosotros. Recordemos: el (ex) falso ingeniero Blumberg estuvo a tres metros de tomar nuestro Capitolio porteño. Ya elevado sobre las escalinatas del Congreso de la nación le hubiera bastado con un gesto ¡y adentro! Madremía. Algo debemos hacer para no seguir alimentando nuestra creciente vulnerabilidad. Sin ir muy lejos: ¿cómo es posible que la Mesa de Enlace del autodenominado campo –los dueños de la patria– nos sigan y nos sigan corriendo con la vaina?
Buena ocasión esta la del saqueo del sumo Capitolio para reflexionarnos, accionando. Esto que pasó allá arriba del mapa, es tan grave como la voladura de las Torres Gemelas. Muchos miden los hechos por la cantidad de muertos. De acuerdo, aquí solo hubo “cuatro muertos”. Pero, ¿cuántos muertos, mejor dicho, cuántas vidas, sembraron la conquista de la democracia?
Se me cruza enseguida un rosario de atentados contra la democracia. Atentados con descaro y alevosía. Con sangre derramada. Sin ir más lejos ahí tenemos lo de Lula, lo de Evo y los nombres continúan, y así llegamos a esa criminal profanación que fue el bombardeo a la Moneda, en Chile. Allí se aniquiló la primera y maravillosa experiencia de marxismo en democracia. Dicho sea: Salvador Allende supo morir en su sitio. (El Chicho sí que tuvo a la altura de la fe que el pueblo le tenía).
Supongamos algo más: que lo del Capitolio equivale a la caída de otra Torre gemela. La democracia tan basureada, violada. ¡Pobre Walt Whitman! En realidad pobre de nosotros, que debemos afrontar ahora una pregunta antipática: Aniquilada la democracia, ¿cómo, cómo sería vivir huérfanos de imperialismo?
Creo que ya nos llegó la hora de soltarnos de la comodidad de ser huérfanos, de ser siempre víctimas. La democracia debe ser un insomnio sin feriados, sin días de guardar. Entonces, a dormir con un ojo abierto, y el otro también.
Ya nada debemos esperar de un país-imperio atravesado de alevoso capitalismo. Un país en el que se autorizan las torturas nombrándolas con un eufemismo desvergonzado: “Interrogatorios exigentes”.
Posdata. Piedad. Piedad para la novia del inmenso Walt Whitman. Piedad para todos los que todavía necesitamos creer en la democracia. A la democracia tenemos que merecerla cada día con su noche. La democracia es y será lo que somos, como somos. Últimamente, aquí mismo, ella, la democracia, está a merced de los oportunistas sin el honor de la palabra, y está en manos de los invertebrados mentales, de los estrafalarios y de los desesperados hambrientos. Estos últimos son los únicos que justifican el reemplazo de la conciencia por la (imprevisible) desesperación. Por favor, despertemos. No necesitamos andar armados para persuadir; como diría la Violeta: necesitamos juntación, es decir, juntAcción. Nos aguardan las inmensas veredas que metro a metro se ensancharán, y se convertirán en avenidas. Hoy por hoy: Patria, sinónimo de veredas.
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