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La fiesta que Messi siempre soñó y Argentina merecía

La selección argentina tuvo su fiesta, al fin. Merecida en muchos sentidos, porque ganó un Mundial después de treinta y seis años, y no sólo lo hizo limpiamente, sino que fue el mejor equipo.

25/03/2023 22:27
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Por Sergio Levinsky, desde Barcelona

Pocos pueden discutir esta sentencia. Porque además, la selección argentina tuvo un ciclo de tres años (sobre los cuatro y medio totales entre Rusia 2018 y Qatar 2022) en el que terminó invicta la clasificación, ganó la Copa América 2021 en Brasil y la Finalissima europeo-sudamericana ante Italia en Londres con un 3-0 contundente.

Pero eso no es todo. La selección argentina no ganó, incluso comenzó muy mal, la Copa América de 2019, también en Brasil, pero fue de menor a mayor, empezó a levantar levemente luego de una dura caída en el debut ante Colombia y un empate que casi la deja afuera ante Paraguay, pero venció a Qatar, luego lo hizo bien ante Venezuela en cuartos, y en semifinales jugó un gran partido ante Brasil en Belo Horizonte, en el que Messi estrelló un remate en el palo, tuvo por momentos un desempeño brillante y hubo dos claros penales que ni siquiera fueron consultados al VAR que manejaba un dirigente brasileño (Wilson Seneme), y con el presidente Jair Bolssonaro en la cancha para hacer proselitismo en el entretiempo. El equipo argentino no pudo llegar a la final y terminó jugando (y ganando) ante Chile por el tercer puesto, pero hubo un consuelo: algo se había gestado. Algo importante había nacido en aquella injusticia.

No fue para nada casual que tras aquella derrota ante Brasil, Lionel Messi saliera a quejarse de lo ocurrido con el arbitraje y tildó de “mafia” a los organizadores, lo que le valió una primera sanción dura de cuatro partidos de suspensión, luego reducida en los escritorios, mientras que el presidente de la AFA, Claudio Tapia -creemos que equivocadamente y no escrita por él- envió una carta incendiaria que le costó el puesto de representar a la Conmebol en la FIFA, al quitarle respaldo sus propios colegas de otras federaciones.

Esta selección argentina nació desde varios obstáculos. Desde la base de una relación entre el mejor jugador del mundo y un presidente de la AFA mirado con desconfianza lógica por algunos pasos hacia un neogrondonismo, pero que al mismo tiempo había sido el único que había puesto la cara en aquella insólita situación durante la Copa América Extra de los Estados Unidos en 2016, cuando la entidad madre del fútbol argentino estaba al borde de ser intervenida y mientras en Buenos Aires todo se desmoronaba, las estrellas del equipo argentino, allá en el norte, esperaban alguna señal de algún dirigente para entrenarse con más seriedad, para que los vuelos partieran a tiempo, para que se acabara la incertidumbre.

También nació desde el llamado de Tapia al único al que tenía a tiro para ser director técnico cuando ninguno de los más cotizados en el fútbol europeo quería venir y cuando quedó siempre la duda sobre si alcanzó o no a convocar a Josep Guardiola, quien habría dicho un rotundo no en ese momento. Marcelo Gallardo, el otro candidato, no era posible por sus permanentes críticas a la organización de los torneos, al calendario, al estado de los campos de juego.

Fue entonces cuando Tapia, que recordaba que pese al desastre de Rusia 2018, en la selección argentina habían quedado algunos brotes verdes, como la muy buena relación entre Messi, convocó al que fuera tercer entrenador de ese equipo, Lionel Scaloni. Al cabo, los dos son nacidos en Santa Fe y ligados a Newell's Old Boys, y habían sido compañeros, aún con distancia grande de edad, en Alemania 2006. Si a eso se agregaba que Pablo Aimar, ídolo de la infancia de Messi, trabajaba ya con el sub-17 y podía sumarse a Scaloni, con quien compartió el título sub-20 en Malasia 1997 de la mano de José Pekerman, cartón lleno. Daba para arriesgar.

Luego, la historia reciente es más conocida, pero también hay que recordar que se trata de un grupo que se fue fortaleciendo debido a un hecho fundamental: el recambio generacional y la posibilidad de que, por fin, Messi fuera el líder completo de la nueva etapa, cuando sólo quedaban cuatro sobrevivientes del largo camino por el desierto sin títulos junto a Sergio Agüero (luego retirado por el problema cardíaco), Nicolás Otamendi y Ángel Di María.

Y Messi, tal como se pudo observar en la buena, como fue la hermosa fiesta del pasado jueves en el Monumental, no optó por mecanismos mafiosos, por sacar provecho de su larga trayectoria y de su estrellato, sino que tuvo una conducta ejemplar, y entonces aceptó abrir la puerta de su intimidad a los más jóvenes, que lo notaron y fueron inteligentes en tomar lo mejor de quien tanto sabe y conoce, y se juramentaron ayudarlo a conseguir su mayor sueño, aquél por el que viene luchando desde que en 2005 debutara con la camiseta celeste y blanca: ser campeón mundial.

Messi desterró aquel discurso de “basta de comer mierda” utilizado por uno de los mayores referentes antes de la final ante Chile en la Copa América 2015 (es decir, ir por el lado negativo en vez del positivo, “terminar de”, no “ir por”), terminó con la antipática medida de la enorme distancia con la gente (idea que surgió de la misma usina de aquel discurso alimenticio) y buscó acercar, incluso, a aquellos que en 2018, una vez finalizado el Mundial de Rusia, aprovechando que los líderes no estaban en la convocatoria, hablaron de “una nueva familia”. Se acabaron los conflictos, el plantel se alineó detrás de un líder silencioso que pregonaba con el ejemplo, y de a poco, además, por su cada vez más conflictiva situación en el Barcelona, los roles se invirtieron y Messi comenzó a sentirse cada vez más cómodo en los viajes al sur del mundo.

Para que todo eso ocurriera, se necesitó también de un entrenador que captara el momento que se vivía, que tuviera un discurso sencillo pero que calara en sus jugadores, que tuviera un trato cercano, pero al mismo tiempo firmeza en las decisiones y además, colaboradores idóneos y coherentes.

Scaloni empezó muy de abajo. Aprovechó la circunstancia de que fuera convocado para dirigir a un equipo juvenil argentino en el tradicional torneo de “L'Alcudia, por el hecho de que reside en Mallorca y le fue bien. Eso generó que siguiera con los profesionales en una serie de amistosos iniciales y se respiraba un buen clima, y fue entonces que apareció la figura de alguien con mucha espalda y gran experiencia como César Luis Menotti para sugerir, desde el sentido común, que por lo menos el DT tuviera la chance de seguir hasta la Copa América. Luego, ya no hubo más dudas y no sólo los resultados están a la vista, sino que salvo ante Arabia Saudita, la selección argentina ni siquiera conoció prácticamente lo que es ir en desventaja en un período de tres años, lo que es un hecho muy poco común.

La fiesta del pasado jueves fue completa porque la gente quiso agradecer a este equipo argentino tantas alegrías, en un tiempo en el que no abundan en el país, casi en ningún otro aspecto, pero además, por una sensación que siempre existió en estos 36 años de injusticia futbolera, como ocurrió en 1994 cuando Diego Maradona fue apartado por un doping que no era el que la FIFA decía y que no ameritaba más que uno o dos partidos de suspensión, o en 2006, cuando una mala (y extrañísima) decisión técnica en cuartos de final ante Alemania, al no permitir la entrada de un muy joven Messi, privó a la Selección de avanzar más lejos y acaso, de llevarse otra Copa. O en 2014, cuando hubo varias chances de ganar que fueron desperdiciadas y ya en el alargue se pagó caro el día de menos de descanso que el rival.

Pero en estos festejos en los que derramaron lágrimas “Dibu” Martínez, o un Scaloni que recibió una ovación inolvidable, Messi no aprovechó la ocasión para señalar con el dedo a todos los que le gritaron, por años, “pecho frío, volvé a Barcelona”, o simplemente “perdedor”. Tampoco lo hizo Ángel Di María, que bien podría haber tomado el micrófono para recordar a tanta gente que cuando se lesionó en alguna final gritó “a esta película ya la vi, es un flojo”, aunque haya marcado goles decisivos que valieron una medalla dorada olímpica, una Copa América, una Finalissima o un Mundial. Todos saltaron y gritaron con la gente y hasta se dieron el lujo de sumar en el éxito a todos aquellos que por poco o mucho, se quedaron en el camino y no pudieron abrazar la Copa que ellos hoy acarician.

Esta fiesta, además de serlo por la selección argentina, claramente fue la de Messi, la de su último acto de reivindicación para los que les hacía falta. Muchos otros siempre pensamos que no nos debía nada, que nos había dado todo, y que si no ganaba un Mundial, no pasaba nada. Tampoco Alfredo Di Stéfano lo ganó jamás y es unánime que se encuentra en la Mesa Chica de los grandes cracks de la historia y hasta aparece en la letra del himno del Real Madrid y fue su presidente honorario hasta su fallecimiento en 2014. Pero para los que creen que ser un genio y quedar en la historia necesariamente pasa por ser campeón del mundo, allí lo tienen, allí está, sin rencores, saltando y gritando con todos, pensando cómo llegar con 39 años al Mundial 2026, en la chance de seguir ganando otra Copa América, otro Mundial. Una lección que no debemos olvidar y que deberíamos aplaudir.

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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