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Un pueblo fantasma adelantado, hace 50 años. Cincuenta. Ni uno menos.

Tenemos la mala costumbre de quejarnos del presente, sin mirar de dónde venimos. La queja no es inocente porque, cuando el presente se vuelve insoportable, empezamos a mirar de reojo a la democracia y, lo peor, como si nada hubiese pasado, empezamos a añorar la Mano Fuerte redentora.

10/12/2022 23:05
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Retrocederé hacia comienzos de la década del ’70. El pueblo se llamaba Mercedes, queda, o quedaba, en Tucumán, a unos veinte kilómetros de la Casa de la Independencia. Tucumán quedaba en la Argentina. A comienzo de la década del 60, Mercedes tenía poco más de seis mil habitantes. Todos vivían alrededor del ingenio azucarero. Un día el ingenio cerró; eran tiempos gobernados por un general redentor, sumamente católico, asiduo comulgador, llamado Juan Carlos Onganía. Hacia 1970 Mercedes se había transformado en un pueblo fantasma, en una escenografía habitada por la desolación. Los seis mil habitantes se redujeron a menos de quinientos. Quedaron algunas madres con sus criaturas más chicas, se fueron los adolescentes y los jóvenes y los hombres con salud; de entre los viejos quedaron sólo algunos porfiados que no querían morirse en sitios lejanos. Hacia el año 2000, el desamparo se había consolidado en Mercedes. La autodenominada gran transformación del Señor de los Anillacos había superado al famoso Atila. Los rieles ya no trajeron ni trenes ni nada; se perdieron en la maleza los pobres rieles.

    Pueblo fantasma

Parece cuento la realidad. Y bue. A mediados del año 1971 una revista frívola necesitada de una porción de drama en su abanico burbujeante y positivo, me envío a tomarle el pulso a un pueblo fantasma. Así llegué a Mercedes. El día anterior había estado en el hospital de niños de Tucumán y había visto una hilera de chicos con el vientre inflado y el resto de esqueleto explícito y los ojos desorbitados. El fotógrafo Alberto Rodríguez hizo las tomas del caso y al salir empezó a vomitar. En su cámara tenía una postal de un Biafra de aquí nomás, adentro del granero del mundo. Al día siguiente, al llegar a Mercedes, lo primero que me sacudió fue la frase de Rogelio Millares, un hombre que había sido maestro cuando aquí hasta había escuela: “Aquí el sol es una mano quieta.” ¿Por qué? “Ya se dará cuenta por qué”.

   Me veo caminando por veredas inciertas; las calles han perdido los bordes, han perdido el amor propio. Una casa y otra casa, abandonadas. Empujamos una puerta entreabierta. Una mujer más gastada que vieja nos dice: “Los hombres y los jóvenes se fueron por trabajo muy lejos. Quedamos algunas mujeres y los niños y un puñado de viejos. Las mujeres vamos a la ciudad tres veces por semana, nos emplean en algunas casas para hacer el lavado... Esa mujer que usted está ahora mirando no está gorda, está embarazada. Pero con el marido lejos. Cuando él vuelva su hijo habrá nacido y por ahí hasta sabrá caminar. Las casas de a poco se van cayendo. Se caen porque las cansa tanto silencio...”

   Dos cuadras más allá me encuentro con don Alejo; enviudó hace un par de años. No habla con nadie. Sólo conversa, cada mañana, bien temprano, con un viejo camioncito, desfigurado, sin parabrisas, manco de las dos ruedas delanteras. Eso sí, el volante brilloso. Don Alejo cree que hoy es hace mucho. O al revés, que hace mucho es hoy.

   Los escasos vecinos nos cuentan que esto era un pueblo con plaza, con club, con cancha de básquet, con dos almacenes de ramos generales. Ahora es el recuerdo de eso. Vendrá un día en el que aquí ni siquiera habrá alguien para recordar con tristeza.

   En donde pise, uno hiere el suelo, deja la marca. Todo está cubierto por el blando polvo del viento que pasa, indiferente. Aquí ya a nadie se le ocurre tener esperanza.

Antes de irme de Mercedes, me acerco a un hombre que está sentado con la silla al revés en lo que fue vereda. Tiene un diario, pero es un diario amarillento, vaya a saber de cuándo. Me hace pasar a su casa. Tiene dos habitaciones y una especie de cocina comedor. Las habitaciones están vacías, sólo una silla en una y dos cajas en otra. En la cocina comedor hay una cama chica y un pequeño ropero, otra silla, la mesa y en el centro una radio a transistores. Me mira mirar el hombre y entonces me explica: “Mis hijos, mis nietos, mi mujer, todos se fueron a vivir a la provincia de Buenos Aires, a La Matanza. Yo soy jubilado mecánico, y el único hincha de Vélez Sarfield que se conoce en Tucumán. Preferí juntar todas mis cosas aquí en la cocina porque tropezando con las cosas siento que estoy acompañado.” Hay desolación, pero hay limpieza. En una pared, un crucifijo. Y al lado, un retrato de Oscar Gálvez, muy sonriente.

    No sé qué decirle y le pregunto el nombre. Me responde manso: “Me llamo Ramón Ángel Rosario Brizuela.” No sé cómo seguir. Le digo: Linda radio. Y Brizuela se ilumina: “Linda y compañera. Pero sólo la prendo y la saco un rato los domingos; por el gasto de pilas, ¿vio?” Le pregunto a Brizuela a dónde saca la radio y me toma de un brazo y me dice: “Venga conmigo. ¿Ve allá enfrente? Ahí estaba la canchita... hace tiempo que nadie juega aquí, imposible juntar dos equipos de once.” Vamos hacia la cancha. El rectángulo ya no existe. Tres tablones marcan lo que habrá sido una tribuna. A un arco le quedan sólo los dos postes, el travesaño cedió. Abajo del otro arco, entero todavía, Brizuela se detiene y me cuenta: “A mi radio los domingos la saco hasta aquí. La pongo justo abajo de este arco y escucho el partido, un  poco nomás, por las pilas, ¿vio?”

    Una cancha sin bordes. Solo un arco en pie. Esa radio puesta abajo del arco para escuchar un trozo de partido de fútbol. Brizuela vive de eso. Brizuela vive por eso. De fútbol somos.

    Adiós le digo a Brizuela. Se queda mirándome desde ahí, desde abajo del arco. Tres, cuatro perros deshilachados me acompañan. Me alejo de este pueblo fantasma, desgraciado vaticinio de cientos de pueblos fantasmas sembrados en la obscena década del ‘90. De pronto encuentro respuesta para lo que dijo ese hombre que alguna vez fue maestro: “Aquí el sol es una mano quieta”. Tan quieta es la mano del sol que los perros no ladraron cuando llegaron los periodistas, ni ladran ahora que nos estamos yendo.

Posdata.  Advierto que para esta patria, tan idolatrada, han pasado 50 años de aquella visita mía. Cincuenta. Ni uno menos.

 

zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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