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Ser periodista y ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera

Un día de esta semana –el miércoles 7 de junio–, se celebra en la Argentina el Día del Periodista. No caerá café del cielo, por eso, pero recibiremos cientos de salutaciones. Nuestra cuestión: ¿podemos celebrar? ¿debemos celebrar?

07/06/2023 11:18
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

En todo caso celebremos, pero sin dejar de reflexionarnos. Que buena falta nos hace. La pregunta de arranque es la misma que la del año pasado: ¿Qué significa ser periodista? El año pasado, esa pregunta que nos sonaba obvia se agudizaba por el hecho de estar saliendo de una pandemia mundial. Nos sentíamos agobiados por las restricciones del coronavirus y eso sin duda nos marcaba a fuego, porque no da lo mismo ser periodista en la hoy ya vieja “normalidad” que serlo en esta instancia en la que los muertos se cuentan de a miles y encima, los muertos mueren sin contacto familiar, solos. Como decirlo: no es lo mismo ser periodista en el carnaval de Río de Janeiro que serlo, casualmente, durante la tragedia del Titanic.

   Es evidente que las responsabilidades de nuestro oficio se han agravado. A la vista está: hoy la tragedia del Titanic aparentemente quedó atrás. ¿Por qué ese “aparentemente”? Porque la tragedia del Titanic hoy es reemplazada por la tragedia que significa el apogeo del (neo)liberalismo. El (neo)liberalismo se ha sacado la careta y compite ferozmente para ver quién es más extremo. Hoy, aquí, en esta patria idolatrada, las internas se derechizan; se compite por demostrar dureza, por ser la máxima expresión de la “mano dura”, por  garantizar que “el que quiera andar armado, que ande armado”.

     Esto está pasando aquí. Y pasa en España, y en Francia, y en Gran Bretaña, y en Italia. En la mismísima Alemania pasa. Estamos desnucando colmos. Mientras tanto, vaya paradoja, estamos celebrando nuestros 40 años de democracia continuada.   

    Lo hice en otros años y lo vuelvo a hacer: acudo a nuestro patrono, el tan fugaz Mariano Moreno. Y pongo otra pregunta en remojo: si Moreno hubiese nacido hace 40 o 50 años, ya entrando al siglo 21: ¿tendría trabajo como periodista? Y más pregunto: Moreno, con su lucidez, con su temperamento ¿hubiera llegado a cumplir los 40 o 50 años de su edad?

    Recordemos que Moreno murió en un barquito que rumbeaba hacia a la  Gran Bretaña. No hubo autopsia ni nada parecido, es un enigma la verdadera causa de su patatús. Se sospecha. Se sospecha que su muerte fue a raíz de un tecito destituyente que le incendió las entrañas. Moreno, por joven y por periodista, era un tipo atrevido, incomodante, sin pelos en la lengua, y en la pluma. Por eso: un tecito ¡y adiós Marianito! ¿Él fue uno de nuestros primeros desaparecidos? De aquel político pensador rescato un concepto siempre plenamente vigente: “Es preferible una libertad peligrosa, a una servidumbre tranquila”.

   Estos días nos invitan a mirarnos en un hondo espejo, para revisarnos como periodistas, en lo que hacemos y en lo que dejamos de hacer. No eludamos el peaje de la autocrítica. Nuestra democracia no padece adolescencia; ni eso, apenas si gatea, apenas si puede sostener su cabeza.

   Sigamos observando nuestro comportamiento: todo el tiempo reclamamos una dirigencia política mejor. Enarbolamos “la necesidad de diálogo y reconciliación”. Criticamos la famosa “grieta”, pero se lo hace (con perdón de los perros) ladrando ofensas. Con mala leche. A la desinformación se le suele añadir confusión alevosa, deliberada. A la incomunicación se la suele infectar con la (des)comunicación. Hay –demasiados– que siembran la necesidad de (des)memoria a la hora de analizar. Desmemoria, sinónimo de impunidad.  

   ¿Y qué ocurre con los periodistas (más o menos) estelares? Se supone que tienen una sola vara para medir, para criticar. El problema es el uso que se le da a esa vara. “Medir con la misma vara” se nos ha vuelto peliagudo. Y esto se agrava por ese descarado cultivo de la desmemoria. Desmemoria que garantiza la impunidad. Hoy, y hace un buen rato, el gobierno está a merced de un cuarteto, de los integrantes de una Corte Suprema que poco le queda de Suprema Corte. Hay tres poderes, decimos a coro: el poder ejecutivo, el poder legislativo y el poder judicial. Solíamos decir que el periodismo era el cuarto poder. Pongamos los tantos en orden: el Poder judicial es el primer Poder. Sí, nuestra democracia gatea, apenas si gatea.

    Continuemos con el incómodo espejo: todo el tiempo alardeamos con “buscar la verdad hasta las últimas consecuencias”. Por favor, no nos engañemos: con demasiada frecuencia lo que se busca no es la “verdad” sino el “escándalo” que puede producir esa “verdad”.

    Algo más: a menudo alardeamos con ser “objetivos”, decimos que hay que “hacer escuchar a todas las campanas”. Pero esto es una trampa, porque las campanas que se buscan no tienen el mismo volumen y porque, además, el orden de las campanas sí altera el producto. Con las campanas pasa como con la risa, la “campana” que argumenta última, argumenta mejor.

   Esa, la de la “objetividad”, es una de las mentiras más aceptadas y pueriles que se barajan en nuestra rutina. No puede haber objetividad cuando se hace de la sumisión y de la obsecuencia una costumbre.

   Es hora de preguntarse cuánto han contribuido a ahondar la mentada “grieta” los medios y periodistas que denuncian y se lamentan por esa “grieta”. 

   Buena ocasión para reanudar una pregunta que se ha reiterado en esta columna a lo largo de los años: los periodistas, ¿somos realmente periodistas o somos sumisos partenaires, dactilógrafos de los intereses de nuestras ocasionales empresas?

   Más interrogantes: si no escribimos un castellano digno, si estamos en el (des)nivel de las abundantes carencias de Tarzán, ¿podemos considerarnos periodistas? ¿Acaso no atentamos contra la libertad de expresión cuando cometemos un lenguaje estreñido y plagado de gerundios?

   Y a propósito de la tan mentada ética, ¿cómo anda nuestra ética de la sintaxis?

   Y tanto que pontificamos sobre la corrupción, ¿cómo andamos por casita?

   No le saquemos el poto a la jeringa. A ver, cómo respondemos a la siguiente pregunta: ¿En qué medida los grandes medios y sus periodistas somos o no responsables de la creciente analfabetización que sirve para consolidar el analfabetismo?

   ¿Será suficiente con descansar en la comodidad de echarle todas las culpas a “los políticos” o a la tevé basura?

   Pregunta muy incómoda: ¿No será que con la excusa de que somos simples empleados, rehenes del ganapan de cada día, nos resignamos a ser partenaires con demasiada facilidad? Damas y caballeros, ¿hasta cuándo nos vamos a esconder en la obscena coartada de la obediencia debida, o del “tengo que darle de comer a mi familia?

    Pero retornemos a aquel lúcido y corajudo Mariano Moreno que prefería la “libertad peligrosa”. Sus palabras encajan en tiempos en los que el miedo se ha convertido en religión. Y en coartada ideológica. Respondámonos: ¿qué responsabilidad tiene el periodismo en esta construcción de la paranoia como ideología?

   La paranoia analfabetiza, y paraliza, y extraña, y convoca a la Mano Fuerte. La paranoia es indiferencia activa, la que su vez es ideología activa; de derecha, claro.

   Hay cosas primordiales que no podemos perder de vista como periodistas de este tiempo:

  

Que la ecología debe ser mucho más que un temita de moda. Se acabó la moda, nuestro mundo ya empezó a suicidarse.

   Que el pan, si no es compartido, no es pan, es obscenidad.

   Que el analfabetismo es muy grave. Y la analfabetización es una forma de genocidio.

   Sí, ¿para cuándo el libro de la obediencia (in)debida en el periodismo?

   Cada día, en ayunas, debemos recordarnos que la ética empieza por casa. Y la corrupción también empieza por casa.

   Cerremos filas contra los buitres de afuera y los buitres de adentro.

   Afrontemos los prodigiosos riesgos de una “libertad peligrosa”, desechando la patética comodidad de una “servidumbre tranquila”.

    Seamos periodistas, comprometidos con la democracia, con la vida, con el aprendizaje de la extraviada solidaridad.

   Si no somos eso seremos paupérrimos partenaires, mercenarios, meros dactilógrafos a sueldo, periodistas digestivos, eructantes. (Ojo, la digestión no debiera ser confundida con una actividad cívica).

   Aunque no coincido con su dogma, adhiero a una frase del cura Leonardo Castellani: “Dado que el periodista tiene que decir algo, ¿por qué no dice la verdad de vez en cuando?”

   Ojo al piojo: los periodistas somos trabajadores tan esenciales como los enfermeros, carpinteros, investigadores, bomberos, vendimiadores… A propósito: las vides están gestando los vinos venideros. Hoy estamos en plena pulseada. Recordemos: el momento más peligroso de esa pulseada sucede cuando nos creemos que la vamos ganando. Porque nos distraemos.

   Posdata.  Esta es la cuestión. Con paciencia (que no es resignación) esperemos el tiempo de descorchar los malbec debidos. ¡Salud y solidaridad!

   ¡No le aflojemos! ¡El sol sigue contando con nosotros!

   Algo más: cuando se nos vayan los humos a la cabeza, cuando nos consideremos elegidos y especiales, recordemos que ser periodista es algo que le puede pasar a cualquiera. Y ser argentino, también.  

 

        * zbraceli@gmail.com  /// www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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