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Según Aníbal Pichuco Troilo todos, uno por uno, somos el hombre más bueno de la Tierra.

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Según Aníbal Pichuco Troilo todos, uno por uno, somos el hombre más bueno de la Tierra.

Él no murió nunca. Bueno como el pan, Aníbal Troilo no murió a ninguna hora, ni murió ningún día. Cesó su respiración, según la matrícula de defunción 36942, a las cero hora, entre el día 17 y el 18 de mayo de 1975. Es decir, es como si los minutos y los días no hubieran querido hacerse cargo de esa semejante tristeza.

25/11/2023 22:35
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

No murió, pero sí nació. Eso sucedió el 14 de julio de 1914. Aquel día, y no por casualidad, celebramos el Día Nacional del Bandoneón. Dos veces estuve cerca de este hombre enormemente bueno, un músico señalado por la gracia de algún dios que, si no existe, debiera existir a estos efectos.

    Para todos (para quién no), haber visto, haber rozado, haber oído en vivo a Pichuco, es algo imborrable en una vida personal que siempre nos sucede traspapelada en la historia que está más acá de nuestras narices. Estuve con Pichuco en dos ocasiones. La primera como espectador, durante un viaje fugaz que había hecho a Buenos Aires en 1967. La segunda como periodista, en los traseros del teatro Colón, en 1972, haciendo aquella vez el que sería uno de los reportajes más insólitos de mi vida.. En esa oportunidad decidí callarme la segunda parte de la entrevista por razones que hoy comparto, y que, seguro, pasadas las décadas se comprenderán. Pero mejor vayamos por partes.

l.  Pichuco, con una pantufla

Julio del 67. Se juntaba todo: era una noche de invierno, era un jueves gris, era muy tarde, ni llovía ni dejaba de llover, habíamos ido a cenar con don Paco Bermúdez (el profesor-mánager de Cirilo Gil, Nicolino Locche, Carlos Aro y otros estilistas de la mejor sintaxis del pugilismo). Ernesto Cherquis Bialo (por entonces comentarista de boxeo) nos quiso agasajar, porque nosotros veníamos de Mendoza. Después de cenar fuimos a ver y escuchar a Troilo. Entramos en un sitio en penumbras, había allí no más de veinte personas distribuidas en seis o siete mesas. Troilo estaba tocando “Danzarín”. Nos ubicaron muy cerca de él, a tres o cuatro metros. Enseguida me asombró que en un pie llevara un zapato perfectamente lustroso, de charol. Y en el otro una pantufla de lana, con la punta cortada por donde asomaban sin obstáculo los dedos. Un rato después cuando  lo fuimos a saludar nos explicó: Tengo una amiguita que está más conmigo que Zita... la gota es mi amiguita, no me suelta en mi casa ni me suelta cuando vengo a trabajar.

    El Troilo de esa noche me asombró, porque estaba tan cerca, porque se dejaba dar la mano por todos, porque ponía su labio superior sobre el gordo labio inferior cómo sólo los bebés pueden hacerlo. Me dio la sensación de ser alguien sedante para todo aquel que lo rozara o que simplemente se le acercara. Ese tiempo detenido que solemos notar en los habitantes del altiplano boliviano o del Cuzco peruano, ese tiempo aquietado y sin el menor oleaje, me pareció verlo, sentirlo, en este hombre sin embargo siempre portuario, urbano, nacido en el mismo Abasto.

De traje y corbata, de zapato y pantufla, Pichuco nos saludó diciendo muchas gracias por haberse venido hasta aquí con este frío de la gran siete que hace.

2. Año 1972, agosto, en el Colón.

     El Colón se abrió para una velada protagonizada por los mayores del tango. Era el jueves 17. Se presentaban, entre otros, Florindo Sassone, el Polaco Goyeneche, Edmundo Rivero, Horacio Salgán, el Sexteto Tango, Astor Piazzolla y Aníbal Troilo. Desde las siete de la tarde anduve por allí, detrás del escenario, en los camarines, viendo detalles y conversando con los grandes en ese recital que se prolongaría hasta la medianoche. Recuerdo a Horacio Salgán tocando el piano completamente solo, en su camarín, calentando sus dedos. Un fotógrafo lo tomó de espalda. Salgán dejó de tocar, se puso de pie, le dijo muchas gracias, se sentó y siguió tocando. Después me daría cuenta de que los viejos tangueros, menos Piazzolla, daban las gracias cada vez que se les tomaba una foto.

   Entré al camarín de Troilo. Le extendí la mano para saludarlo, pero él, aparte del apretón, rápido me dio un beso. Estaba dándose aire con un pañuelo, aterrado por el calor de la calefacción. Me dijo dale nomás, preguntame lo que quieras, pibe, y arrancó sin esperar mi primera pregunta:

–Me habían dicho que el Colón era como una ciudad, como un mundo aparte: ahora me doy cuenta que tienen razón: afuera en la calle es invierno y aquí adentro es verano. Han prendido todas las hornallas. ¿Quedará muy mal que me saque el saco?

–¿Es cierto que usted nunca actuó en el Colón?

–No, nunca pude actuar aquí. Sólo una vez, hace como veinte años toqué, pero como parte de una orquesta de cuarenta músicos. Toqué desde el foso, al escenario nunca subí.

–Hay muchos que están escandalizados porque el tango se mete esta noche en el Colón. ¿Qué piensa de eso?

–Con el debido respeto, yo digo que el tango es música. Hay tango bueno y tango malo. No hay motivo para que el tango, siendo bueno, no pueda estar un rato aquí. Es lo que yo pienso, sin ánimo de ofender a nadie; con el debido respeto.

–¿Le molesta si le hago algunas preguntas más?

–Te respondo con todo gusto... Si querés, te cuento lo que me sale más fácil de tanto decirlo.

–Sí, cuénteme.

–A mi primer bandoneón me lo compraron en un boliche de Córdoba y Azcuénaga. Ciento diez o ciento cuarenta mangos me lo fajaron. Nunca lo terminamos de pagar; no sé qué paso, creo que el tipo del boliche se mandó mudar, se murió, una cosa así.

–En una noche como ésta, ¿quiénes le hubiera gustado que lo acompañaran?

–Mi primer maestro de música, Juan Amendolaro y mi mamá, que se llamaba Felisa y mi papá también, claro... y Ciriaco Ortiz y una punta de amigos, y el Charro Moreno y Pedernera. Aunque creo que Pedernera esta noche viene, creo que está en la fila tres. También me gustaría que estuviera Bernabé Ferreyra, y un millón de tipos más. ¿Vos sabés quién fue Bernabé?

–Un goleador de Ríver.

–Ah, sabés de fútbol. Bernabé fue el asesino más bueno del mundo. Pateaba y hacía agujeros en las redes.

–Sin querer, recién escuché que Piazzolla le decía a usted que habría que terminar con los cantores en veladas como esta. ¿Coincide con eso?

–No estoy de acuerdo, pero para qué lo voy a contradecir a Piazzolla... Para mí los cantores son parte de la orquesta. El cantor es otro bandoneón, otro violín, otro músico de la orquesta. Si no fuera porque tengo papel de lija en la garganta yo me hago cantor. Pero no, mejor dejémoslo así: toco sentadito. ¿Tomás un whisky conmigo?

–Le acepto, gracias.

–Te digo, pibe, que hace bien el whisky. ¿Por qué te creés que yo tomo? Por el reuma, pibe, por el reuma.

–Antes de venir, el veterano periodista Osvaldo Ardizzone me dijo que le pidiera permiso para pasarle la mano, para acariciar a su Doble A. ¿Puedo?

–Pero querido... ahí lo tenés. Está manso mi bandoneón.

    (Y ahí lo tengo, y lo rozo al Doble A. No sé si la escena dura cuarenta segundos o diez minutos. Pierdo completamente la noción del tiempo…)

–Ardizzone me dijo que con sólo rozar su bandoneón uno se enfermaba para siempre, es decir, se volvía bueno para toda la vida. Usted, Pichuco, tiene fama de ser el hombre más bueno de la Tierra.

–Todos, uno por uno, somos el hombre más bueno de la Tierra.

–Pero algunos malos quedan sueltos.

–No te equivoqués, pibe: ya vas a ver que los malos vuelven para ser buenos. Esperáte, ya vas a ver...

–¿Cómo hace para vivir un hombre, como usted, con tantos amigos?

–¿Cómo haría yo para vivir si tuviera un solo amigo menos? Yo soy de mis amigos: a ellos les doy mi casa, mi música, mis tucos a veces; todo. Sólo me guardo la tristeza.

–¿Guarda mucha tristeza?

–Cada vez más tristeza.

–¿Qué lo pone triste?

–Eso, lo que dijiste, los amigos: cada día me entero que se mandó mudar uno y después el otro y después el siguiente... A veces se me da por quedarme en casa y Zita me quiere sacar a dar una vuelta y yo le digo que no. Le digo que no porque tengo mucho miedo de salir a la calle y de no encontrar a más nadie, ni al diariero.

–Así es la vida.

–Así es la vida: triste. ¿Por qué tendrá que ser triste la vida, decime? Y no me estoy quejando; pregunto nomás, con el debido respeto. ¿Y? ¿Tu whisky, pibe? No me vas a decir que el whisky no te gusta. Si tiene virtudes medicinales; lo han empezado recetar para el cuore.

–Lo acompaño,  ya mismo me lo tomo.

–Cómo se ve que vos no sufrís del reuma como yo; si no, ya te lo hubieras tomado hace rato. Pero bue, nunca es tarde. Metele, pibe.

    (Eran las ocho y media de la noche, pasaron un par de horas. Seguí dando vueltas por los camarines y por atrás del escenario mientras avanzaba el recital de los supremos tangueros. A las diez y media más o menos, Antonio Carrizo (el presentador de la velada que en uno de los palcos tenía como espectador al general –presidente en ese momento– Alejandro Agustín Lanusse), me arrimó a Pichuco y le dijo que yo era periodista. Troilo me extendió la mano y me saludó con un beso, como si no nos hubiéramos visto ni un par de horas antes ni nunca. No sólo eso: me invitó entrar a su camarín y me dijo otra vez dále nomás, preguntame lo que quieras, pibe. Empezaba a repetirse una entrevista idéntica a la que le había hecho hacia un par de horas… A su dale nomás, preguntame, me lo dijo tan como la primera vez, que yo me dejé llevar, y entonces le pregunté, yo otra vez, si era cierto que él, Pichuco, no había actuado nunca en el Colón. Y me respondió que hace como veinte años toqué, pero como parte de una orquesta de cuarenta músicos... en el foso... Y magnetizado por ese candor seguí preguntándole prácticamente lo mismo, calcado, lo que un rato antes. Y preguntas y repuestas fueron sucediéndose, otra vez, por primera vez, idénticas.

    Posdata. En el año 1972, cuando escribí mi reportaje, esta segunda parte, calcada, opté por no contarla. Me dio miedo que el enanismo nuestro de cada día juzgara a ese Aníbal Troilo que, en un par de horas, había cambiado de galaxia sin dejar de estar a nivel del mar.

    Un cuarto de siglo después hemos sumado y cumplido, años. Pero no sé si hemos crecido lo suficiente como para recibir a los otros sin el cómodo dedito de acusar. No sé.

    Fuera de eso, ahora sólo se me ocurre considerar que en esta galaxia, la supuestamente real, hay organismos que son documentos de identidad. Y hay (menos) organismos que son ciudadanos. Y hay (muchos menos) organismos que son personas. Y hay, por fin (menos que menos) organismos que son seres. Asimismo, hay seres que son de carne y hueso y sangre y pelo. Y hay seres que son de puro intestino. Y hay seres que son nada más que de hígado. Y hay seres, unos pocos, que son de puro corazón.

No de carne y hueso y esas cosas,

Aníbal Carmelo Troilo sólo era de corazón.

Cuando tocaba lo tenía todo resuelto: cerraba sus ojos, aspiraba hondo, apoyaba su labio superior sobre el inferior y desplegaba sobre sus rodillas al fuelle de su Doble A, es decir a su infinito corazón.

 

* zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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