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Ray Bradbury tenía la fórmula para contener la inflación del mundo y de la Argentina

A Ray Bradbury me perdí de conocerlo en un viaje que hice en 1979 a los Estados Unidos. No imaginaba yo que sí lo conocería un sábado del mayo de 1997. Resulta que vino a la Feria del Libro de Buenos Aires, y tuve la fortuna de que esta vez me dio el sí. Nuestro encuentro se produjo en horas de la siesta. Aquello no se pareció a una entrevista: jugamos a lo largo de dos horas y media.

24/06/2023 22:00
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para

Lo supuse harto del asedio periodístico pero se entregó a la charla de cuajo, enseguida. Le avisé que, mientras sucedía la entrevista, un boquetero cavaba un túnel que pasaba por debajo del hotel. “¿Y dónde desemboca ese túnel?” me preguntaría Bradbury una y otra vez. Demoré mi respuesta todo lo que pude.

   ¿Cómo era el Bradbury de aquel entonces? Alguien que presentaba todos los síntomas de un hombre nacido para ser bueno, sin el menor  esfuerzo. Calculo que su mayor maldad debe haber consistido en tocar el timbre de una casa de su vecindario y en salir disparando. Voy a compartir otra vez algunos momentos del capítulo que le dediqué en mi libro “Escritores descalzos” (edición Capital Intelectual, 2010).

    Ahí lo tengo, lo estoy viendo: es un grandulón, un oso con cara de criatura recién alzada de la cuna. Caminamos con Bradbury silenciados por las alfombras del hotel. Ahí va, él camina con entusiasmo matinal. Pero, ¿de dónde saca ese entusiasmo?

Me retraso un poco para poder mirarlo con impunidad. Me fijo en su espalda. Pienso que, sin dejar de ser humano, este hombre tiene su buen par de alas.

   Me han contado que desde hace cinco días se viene poniendo el mismo traje blanco con finas rayitas azules. Sobre las solapas del traje veo dos, tres, cinco lamparones de grasa. Señales del adolescente que se tira la comida encima. Ray tiene la desprolijidad de los buenos.

   Ya se ha sentado el grandulón de pelo blanco. Con temerosa humildad deposita sus manos sobre las rodillas. Aguarda mis preguntas. Saco de mi bolso un pequeño objeto, es un móvil de metal: sobre un eje oscila una barra: en un extremo, una esfera, y en el otro, haciendo crucial equilibrio, un hombrecito en bicicleta. Bradbury se deslumbra; alza las cejas y me pide permiso para tocar el objeto. Le pregunto:

–¿Qué le sugiere?

–Alegría y circo... Yo podría ser ése que está trepado a la bicicleta. Durante años he andado en bicicleta, y ahora todavía lo hago, cuando estoy en mi casa. Uno, cuando pedalea no piensa que anda en bicicleta, simplemente anda. Eso es maravilloso. Debiéramos escribir como andamos en bicicleta; escribir así, sin pensar que estamos escribiendo.

–Usted quiere decir que uno cuando escribe un poema o un cuento, escribe, y se da cuenta después.

–De conseguir eso se trata. Arte zen. No hay que detenerse, hay que dejarse ir, fundamental entregarse al primer impulso, no interrumpirlo poniéndonos a pensar.

–Bradbury, quiero contarle algo: a este pequeño móvil pensaba  regalárselo a Fellini.

–Claro, a Fellini ¡bicicleta y circo!... Y dígame, ¿por qué no se lo regaló?

–Porque Fellini se nos fue antes.

–Ay, Federico, ¡mi hermano mellizo! Soy devoto de sus primeras películas, cuando respondía enteramente al niño que es. Después, bueno, demasiada escenografía… tal vez demasiados consejos de amigos cínicos…

–¿Usted suele llorar en voz alta?

–Sí, ahora mismo puedo llorar también.

–Antes de seguir, quiero avisarle que mientras nosotros estamos conversando, hoy, hay un hombre, boquetero le llamamos, que está cavando un túnel que pasa por debajo de este hotel… Se haya en el último tramo.

–Ah, ¡qué bueno! ¿Y adónde va a parar ese túnel?

–No es para escapar de un presidio.

–Dígame más, quiero saber, ¿dónde desemboca?

–Después se lo diré.

–¿Me lo dirá?

–En un rato se lo diré. Se lo juro.

–Ah ¡pero es que yo quiero saber ahora!

–Usted es muy curioso.

–Soy muy curioso, ¡porque quiero ir al cielo!

–¿Qué tiene que ver el cielo con la curiosidad?

–Mire, hay un mito entre los egipcios: dice que cuando uno muere, antes de que nos dejen entrar en el cielo hay que afrontar a un portero. Él te pregunta si fuiste una persona con entusiasmo. Si dices que no, no te deja entrar en el cielo. Entusiasmo y curiosidad son para mí la misma cosa.

–¿Y el optimismo?

–El optimismo es otra cosa... A mí, algunos, muchos, me acusan de optimista. Confunden mi entusiasmo con optimismo. Yo soy un entusiasta.

–¿Y si le pido un sinónimo de trabajo?

–Digo amor.

–Entonces trabaja enamoradamente.

–Cada día es único. Siempre me gusta contarlo: cada mañana, al bajar de la cama, para mí el mundo es como un campo minado. Doy un, dos pasos y piso una mina y estallo en mil pedazos. El resto del día lo ocupo en recomponer los pedazos.

–¿Entiende el escribir como algo angustiante?

–Al contrario, como algo divertidísimo… Uno tiene que pisar cada mañana la mina, estallarla y correr enseguida a la máquina de escribir. Aprendamos de las lagartijas.

–Alguien que se siente escritor, ¿qué debe aprender de una lagartija?

–La velocidad para correr hacia la máquina de escribir cuando le viene la ocurrencia. La rapidez garantiza la verdad. No hay que demorarse, porque ahí nos ponemos a pensar, a ver cómo escribimos, a hacer esfuerzos por conseguir el estilo.

–Usted propone cazar la virginidad de la ocurrencia.

–Sí, cazar la verdad o cazar un tigre, igual. Tenemos que saltar sobre la máquina de escribir, ¡escribir! Si yo no escribo, enveneno mi día y el de los demás... Pero déjeme preguntarle: ese hombre que está cavando el túnel ¿habrá llegado?, ¿a qué sitio quiere salir?

    (La conversación siguió sucediendo, tejida por el sabio azar. Bradbury me contó del primer beso de mujer que recibió, de las cosas del amor que le enseñó una prima, incluso me llegó a decir que recordaba detalles del día de su nacimiento. También me dijo: “No creo en los ovnis, pero no dudo de que hay vida en otros planetas”. En cierto momento me confesó que el día más infeliz de su vida fue cuando tenía trece años, porque para la Navidad le regalaron calcetines, camisetas, sueters. Desde entonces no aceptó jamás ningún otro regalo que no fuese un juguete. Sobre el galopante suicidio del mundo, muy serio, me señaló: “Yo creo que nuestra creatividad superará a nuestra necedad, a nuestra innata violencia.”

   En el último ratito de aquellas inolvidables tres horas con Bradbury, me vuelve a preguntar: “Por favor, amigo, dígame a donde ha ido a parar el hombre que cava; ante la insistencia por fin le digo: “El boquetero ha desembocado en una juguetería”. Entonces Bradbury, inesperadamente salta de su sillón, y me abraza:

–¡Gracias! ¡Qué fantástica maravilla! ¿Así que llegó a una juguetería? ¡Qué bueno!

–Bueno ¿por qué?

–Porque tiene todas las horas que le quedan a este sábado y tiene todas las horas del domingo ¡todas! Hasta el lunes por la mañana tiene para estar allí, completamente solo… ¡Qué felicidad la suya! ¡Cómo envidio a ese hombre! Yo ahora soy muy muy muy feliz sabiendo que él, rodeado de juguetes, es tan feliz.

    Posdata.  Bradbury también se llamaba Douglas; su nombre completo: Ray Douglas Bradbury. Fue padre de cuatro hijas; entre otras maravillas literarias fue autor  de Fahrenheit 451, de  El hombre ilustrado y de Crónicas marcianas. Nació el 22 de agosto de 1920. Después vivió 91 años. Tras su muerte no fue a parar, por supuesto, al infierno, ni a al monótono cielo, ni al arduo purgatorio. ¿Y entonces dónde? Entonces fue a parar a una juguetería. Los domingos y en la madrugada que lleva a los lunes, se la pasaba remarcando los precios de los juguetes más costosos, los volvía accesibles, rebaratos, así, de paso combatía a la inflación del mundo y en particular a la de la Argentina.

 

* zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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