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Niní Marshall, la que no se cansa de resucitar, la que nunca escribió una mala palabra

Hay palabras que están deshilachadas, desteñidas, gastadas. Una de ellas es la palabra “genio”. Como tantas otras, viene siendo abusada, malversada, vaciada. Al punto que decir de alguien que es genial resulta apenas un piropo de sospechosa credibilidad.

02/09/2023 23:44
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Pero sucede que a veces, muuuy de vez en cuando, corresponde decir, sin exageración, que alguien es un genio. Digo esto a propósito de Niní Marshall.

Por estos días Ana Padovani, en el teatro de la Campana, en el mítico teatro del Pueblo, está resucitando una vez más la perenne Niní Marshall.

   A Niní la entrevisté unas siete veces, la primera en el diario Los Andes, en el año 1962, cuando yo todavía vivía en Mendoza. Me acuerdo que en plena entrevista de pronto ella se puso a discutir con su marido y por entonces representante. El último encuentro tuvo lugar en su casa, cuando Niní ya vislumbraba los cien años de su edad. Federico Luppi alguna vez me dijo que Niní como actriz, como autora de sus libretos, autodirigiéndose, tenía la dimensión del genial Chaplin. Cuando Luppi afirmaba esto, no exageraba. Sí, Niní fue tan genio como Chaplin. Pero claro, era habitante de la Argentina. Y aquí se califica de genio a miles de habitantes, a cualquier pelagatos.

    ¿Cómo era Niní? Vivía en estado de humor. Escribió y encarnó el humor de todos los colores. Con el humor negro se manejaba como quien toma un café con leche con medialunas. Tuvo el coraje de meterse en el grotesco hasta las pestañas: su fineza salió siempre ilesa. Medio siglo antes de que estallara en el país la comodidad de proferir chistes de gallegos, ella los hacía, pero personajes mediante. Medio siglo antes que nadie se metió con lo que no se puede: ironizó sobre las colectividades con un atrevimiento dictado no por la mala leche, no por el fácil racismo, sino por una capacidad de observación excepcional.

    Estoy tratando de decir que Niní, como escritora y actriz, no se privó de nada: se metió con las sectas, se metió con los gallegos, con los judíos, los turcos, los tanos. Hizo la radiografía del vecindario entero. Hasta tuvo el coraje de meterse con los dueños de la escarapela, los aristócratas y conchetos de la Sociedad Rural, con las mucamas de las aristócratas y conchetos, se metió con los pobres del conventillo, con los peluqueros, zapateros, lecheros, almaceneros, usureros, abogados, médicos. Y no sólo eso, se metió con los cementerios y velatorios, con las supersticiones y las religiones. Hasta con los cada vez más temibles chupacirios se metió. Tímida como era también se metió con la hipocresía, con la policía, con la muerte. Siempre con agudeza, con la poesía de la naturalidad.

    Cometió esta hazaña: no escribió una sola “mala palabra” en su vida. Ni una.

Fue una radiógrafa tiernamente impiadosa de nuestra entretenida fauna. La transgresión no pasaba por sus declaraciones. Era una auténtica diabla. A Lino Patalano (su entrañable representante de los últimos largos años) le hizo varias granujadas. Fuera de libreto. Por ejemplo, cierta vez Lino la invitó a ver a Julio Bocca en el Luna Park. Quedaron en que al finalizar la función se reunirían en su casa, la casa de Lino. Niní al recital fue. Pero eran las dos y pico de la mañana y en la casa de Lino no aparecía. Enorme preocupación, angustia. Suena el teléfono, es Niní: “Ay, Lino, por fin me puedo comunicar. ¡Estoy en la comisería! ¡Perdí el coche que me mandaste y perdí a mi nieta que me acompañaba ¡y quedé sola en la calle oscura! Entonces me vio un policía y me preguntó: '¿Quién es usted?' 'Soy Niní Marshall'. Como no tenía documentos, me dijeron: 'Usted miente, vieja loca'. Y acá estoy, Lino, en la comisería 37”  “¡¿Usted en la comisería, Niní?!” “No te hagás problema, Lino. Me tratan bien aquí. Recién me trajeron una mantita”. Lino tembló. Después de un silencio eterno Niní le dijo: “Pero Liiino, no te asustés. Estoy en casa. Todo mentira lo que te dije”.

   En todos mis encuentros con Niní quise hablar sobre la esencia del humorismo. Siempre me descolocó: “Sobre el humor no se me ocurre ningún discurso. Yo vine con humor… pero me faltó estatura”.

   Una y otra vez le pregunté sobre la frecuente confusión entre el chiste y el humor, y me respondió: “Para mí el chiste vale cuando nace desde un personaje. Los personajes son válidos cuando tienen una psicología definida. Yo siempre he escrito a partir de caricaturas, de personajes. Cándida era muy torpe, Catita era conventillera y metereta. Los chistes de mis personajes son intransferibles”.

   Le pregunté de dónde sacaba los personajes y me dijo: “Cuestión de oír más allá de las narices. A Catita la encontré entre la gente que esperaba a los actores de la radio, para pedirles autógrafos. Cándida era una empleada llamada Francisca, una institución en mi casa. A propósito de Catita, recuerdo dónde encontré la punta del hilo: una señora y su hija, Catita las dos, pedían una prueba para cantar en la radio. Pero la madre advirtió: “Cantar ahora no puede cantar porque tiene las amígalas flemonadas”. Así me nació el personaje. Nada del otro mundo, como usted podrá ver”.

   Le pregunté quiénes habían influido en su humor-sociológico y me soltó: “Tuve un tío torero”. Respuesta de humor surrealista.

   Le pregunté si prefería el presente o el pasado y me dijo: “Recordar es más cómodo a mi edad. Recordar me agita menos que lavarme los dientes”.

Apuré su opinión sobre el humor que se maneja en radio y televisión actuales; me dijo: “¿No va a servirse más café?”

   Le reiteré la pregunta, me dijo: “No puedo ofrecerle más café porque todavía tiene su taza llena”.

   Insistí por tercera vez y me dijo: “Me produce escalofrío la inspiración a sueldo”.  Después me confesó: “Yo siempre escribía por la mañana y en la cama y en un block de papel ordinario. Para no desentonar”.

   Cuando le pregunté si escribía en ayunas, tapándose la cara me dijo: “Ay, señor, no me haga reír. Estoy tan débil...”

–En otros reportajes usted nunca quiso decirme su edad, Niní

–Tengo tantos años que ya puedo decirlos. Noventa. Qué bestia.

–Veo que se ruboriza a los noventa años. No hay caso con su timidez…

–Soy humorista por parte de madre. Tímida por parte de padre. Tan tímida soy que creo haber inventado mis personajes para esconderme detrás de ellos.

–Niní, ¿usted se parece a alguno de sus personajes?

–Dios me libre.

   Hacia el final de mi entrevista le reiteré a Niní la opinión de Federico Luppi. Le dije que como autora y como actriz de sus personajes, ella era alguien tan genial como Chaplin. Se ruborizó, realmente. Y se tapó la cara con las dos manos, y me dijo: “Chaplin es único. Dios mío”.  Le pregunté si creía en Dios, me respondió otra vez con su “Dios me libre”.

   Durante el último reportaje nos sucedió este diálogo:

–Usted, aparte de periodista, ¿no es sacerdote en los ratos libres?

-Niní, ¿yo sacerdote? Por favor, con este calor…

–Ay, señor, pero qué lástima.

–¿Lástima por qué, Niní?

–Porque hubiera querido confesarle una cosa.

–Hagamos de cuenta entonces que soy un sacerdote.

–Bueno, gracias por su amabilidad. Yo quiero confesarle algo... pero ¿sabe? no me animo, no me animo.

–Anímese, Niní. Yo mantendré el secreto de confesión.

–Imposible, porque usted antes que sacerdote es periodista.

–Anímese. Lo que usted me diga queda entre nosotros.

–Mire, señor... quiero confesarle que he sido, que yo sigo siendo una buena persona. Pero no merezco el cielo por eso: con la infancia que tuve, no hubiera podido no ser una buena persona.

   Posdata

   La Niní del final tenía los ojos como dos brasitas. Siempre pícara, escondiéndose detrás de sus personajes Esos ojitos se le mojaban ante el menor golpecito de emoción. Estaba tenue. Pero sus personajes hablaban y hablarán por ella, sin pedirnos permiso, así, redepente:

–Pobre Pascual, flor de zapatero... Ay, yo me quedé hecha un yelo cuando me dijeron que había muerto. Le tenía tanto afeto. Pa' mí era más que un zapatero. Pa' mí era una madre... Ya ven, me vine al velorio como estaba, de espor. Disculpenmé, apenas pude traerme a los chicos para que vieran un velorio, que nunca habían visto. Y están ahí, fasinados con el muerto... Pobre don Pascual. ¿Y cómo fue? Redepente, de un ataque sincopado. Se acostó vivo y se dispertó muerto. Ay, qué triste morirse sin avisar. Morirse de incónito... Se le cortó la digestión después de comer. Por eso digo: es mejor hacer la disgestión antes de comer... Ay, pobre don Pascual, lo enterramos esta tarde...

–La que no vino al velorio es la Gladys, la que tuvo un desengaño con el novio. Sí, hace años tuvo un desengaño con el novio, pero el desengaño ya está grande, ya va al colegio...

Ay, estos chicos, ¡Mingo! ¡Nicola! ¡Cáyense, escandalosos! No griten, que esto no es una cancha de fobal, ¡es un velorio! Ay, me yerben los sesos de los nervios. Les juro que si en este momento tendría un revólver, les pegaría un par de cachetadas. ¡La prósima vez que haya un velorio en el barrio, los voy a dejar abuerriéndose en casa y se van a perder un regio espetáculo! ¡Insoportables!

–El domingo fuimos al cine. Como no conseguimos entradas, nos fuimos al cementerio, a visitar las tumbas, y pasamos una tarde en contato con la naturaleza. Una naturaleza muerta, claro... Había cada tumba... Hablando de cementerio y esas cosas apareció el espíritu de mi tía Carmela... Mi tía Carmela, hablando materialmente, se murió de un cayo malino; el cayo se le infestó, le vino la grangrena y hubo que cortarle las dos piernas. La infeción era en una sola, pero el dotor dijo: 'Ya que estamo le corto la otra. Para emparejarla. Un dotor muy prolijo. ¿Que cómo quedó mi tía Carmela? Así de bajita. Vino a quedar como la Venus del Mirlo, manca de las piernas. Porque a la Venus del Mirlo, o sea, la diosa de los muñones, unos dicen que le cortaron los brazos porque se le infetaron las vacunas, otros dicen que porque se metía los dedos en la nariz. A mi tía Carmela, después que se murió le hicieron la autosia para ver si se había muerto o eran mañas...

–¿Saben que yo quedé viuda en plena luna de miel? Habíamos ido a Bariloche. Un día, subiendo el Tronador, marido mío pierde el pie y se cae en el fondo de un precipicio. Al día siguiente encontramos tirada sólo la mitad del cuerpo, felizmente la mitad donde llevaba la cartera con toda su fortuna. Así que gracias a Dios, mi marido no perdió nada más que la vida.

Las otras noches salí sola a caminar y tres hombres me secuestraron... pero en el primer farol encendido me largaron.

Mi último marido se me murió de una nada, un resfrío. Lo atendieron cinco médicos. Y no se pudo defender.

  ((Así escribía, así pintaba, así desvestía a sus semejantes, Niní. Hizo risa de todo. En el demasiado hipotético y optimista caso de que después de esta vida haya alguna otra, ella, Niní, debe de estar ahora, en este minuto, haciendo morir de risa a los muertos, que en paz no descansan, felizmente. Porque la paz suele ser tediosa, aburrida. Ella, Niní, nos enseñó la honda diferencia que hay entre el chiste y el humor. La misma diferencia que hay entre el ruido y el sonido)).

* zbraceli@gmail.com    ///   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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