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Mundial, ojo al piojo: la patria es una casualidad

El Mundial de fútbol da para todo; incluso para la incómoda reflexión. Estos días estamos con nuestras vidas entre paréntesis, zambullidos de cabeza, con corazón y tripas y laguito interior, en el vértigo de histerias y delirios. Soñamos despiertos…

12/11/2022 23:42
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Así es: soñamos despiertos, mientras la realidad nos come por las patas. Después de todo, pasado el Mundial, ¿cómo haremos para pagar esa deuda obscena, la que tenemos con el siempre “generoso” Fondo Monetario Internacional”?  

   Al vivir entre paréntesis, el Mundial de fútbol succiona deseos, pensamientos, sueños, proyectos. Soltaremos los presentimientos, recrudecerán las supersticiones, nos ataremos a insólitas cábalas, acudiremos a la complicidad de las religiones para conseguir ayudas extras y ventajas celestiales. Llegado el caso, coimearemos con promesas, apelando al “más allá”. Todo para mejorar la suerte de nuestra selección. Serán semanas de pesadilla, con el corazón en la boca, sembrados de papelitos y estribillos y banderitas; semanas a merced de las euforias que en un pestañeo suelen devenir en depresiones...

    Y por fin llegamos a un asunto que, desde hace varias columnas, nos merece pausa para la reflexión: al compás de los medios de (des)comunicación, tomados por la ansiedad hipnótica del Mundial, ya asoma el escondido patrioterismo nacionaludo. Por generaciones, hemos sido sembrados para confundir el “amor propio” con el “amor por lo propio”. El amor propio es enfermizo, engendra odios, nos extravía la chaveta; por el crispado amor propio ingresamos en esa zona insana que tanto fogonean los himnos al comenzar cada partido: fácil caemos en la creencia de que la “patria” depende de cómo se hayan levantado el día del partido un eventual puñado de jugadores. Esto más allá del entusiasmo que sin duda  tendrán. Una pelota que se estrella en el travesaño bastará para hacer saltar la térmica de nuestra zigzagueante autoestima. Más de una vez confundiremos a nuestro marcador central con el sargento Cabral y a Messi con el Mesías. Si arribamos a la instancia final volveremos a creer que, efectivamente, Dios es argentino por parte de padre y de madre, y que, por eso, “estamos condenados a ser los mejores del mundo”, en todo. Si llegamos perder otra final, volveremos a buscar culpables, a considerarnos pechos fríos, los más fracasados. En el éxito o en el fracaso siempre despunta nuestra congénita manía, la enfermedad de ser los más. Últimamente nos consolamos diciendo que somos “los más inexplicables del mundo”. De cualquier modo, siempre “los más”.

   Aprovechando que estamos de Mundial tratemos de alzar alguna reflexión a propósito de nuestra tan arraigada inclinación a sentirnos superiores por el azaroso hecho de haber nacido en este pedacito de mapa que, de casualidad y por ahora, se sigue llamando Argentina. Sospechamos que si continúa el loteo patrio algún día la Argentina podría perder hasta el apellido y llamarse, por ejemplo, “Benettonia".

   Sigamos reflexionando-nos. Acudo a una historia real (la difundió en medio mundo la agencia Ameuropress y la desarrollé en mi libro “Madre argentina hay una sola”. Aquí va: 

   Un día del enero de 1974 Eugenia Sosa amasaba en su ranchito, cerca del río Pilcomayo, en Formosa. Sola estaba la mujer cuando sintió los cruciales dolores del parto. Eugenia gritó para que la vecina que vivía a unos cincuenta metros la escuchara. Se dio cuenta de que ya estaba para parir y tal vez tendría que arreglárselas sola. Se arrimó una sabanita, tuvo a mano un cuchillo filoso; se retorció, volvió a gritar. Y cuando ya empezaba a asomar desde su vientre la criatura, apareció la vecina, que, sin más, la ayudó a cortar y anudar el cordón umbilical. Fue entonces cuando las dos mujeres se dieron cuenta de que en el vientre quedaba un hijo más. ¡Eran mellizos!

   Ante la urgencia recordaron que del otro lado del río había un pueblito, ya en territorio paraguayo. Pueblito sin nombre en el mapa pero al menos con una precaria salita de primeros auxilios; allí siempre estaba una anciana partera que había nacido a casi todos los de por ahí. Ellas lo pensaron con la rapidez del instinto: antes de decir  “crucemos el río”, ya habían caminado el trecho, y se deslizaban en un bote. Llegaron a la otra orilla y caminaron un par de cuadras hasta el dispensario donde atendía la anciana. Hicieron ese recorrido las dos, la vecina con el recién nacido en brazos y la otra con el que iba a nacer en el vientre. No habían pasado ni tres minutos de llegadas al lugar cuando asomó con llanto victorioso el otro hijo. Todo muy bien: los mellizos por suerte, sanitos, y la madre a salvo y entera.

   Por ese episodio, Eugenia Sosa alcanzó su cuartito de hora de celebridad. En apenas media hora había parido dos hijos en países diferentes: uno era argentino, el otro paraguayo. O viceversa. Mellizos, ¡de distinta nacionalidad!

   ¿Qué diferenciaba a cada uno? Unos metros de suelo nada cambian en cuanto a la condición humana, por más que entre esos metros pase una línea que determine que de allí para acá es Argentina y que de aquí para allá es Paraguay.

    Posdata.  Damas y caballeros, ojo al piojo: esto de los mapas es una soberana güevada. Fácil, muy fácil demostrarlo: si el segundo de los mellizos de Eugenia Sosa hubiese nacido también en el rancho de Formosa, ¿hubiese sido, por eso, superior? Más claramente: por argentino, ¿hubiese sido más inteligente, más brillante, más vivaracho?

    Vivamos el Mundial con pasión, pero sin olvidar que esto de los mapas es un cuento que nos inventaron y acatamos con heredado entusiasmo. Cuando nos vienen los odios nacionaludos, cuando el que no salta es un moco, cuando por esas cosas de los mundiales y de las fronteras quisiéramos aniquilar al de bandera o camiseta diferente; cuando eso nos pasa debiéramos pensar que los diferentes somos tan pero tan iguales.

    Tiempo de enterarnos de que una línea de mapa es sólo eso: una línea. Y la nacionalidad, una mera casualidad. Porque la tierra es una solita. Y dividirla es una picardía que sólo sirve a los fabricantes de armas, a los hacedores de genocidios preventivos.

   Que el vértigo del Mundial no nos haga olvidar de la realidad que tendremos que afrontar una semana después, cuando ya haya pasado lo de Qatar... Consideremos: ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera. No olvidemos que la Tierra es apenas esa arenita, esa partícula de caspa que flota en el desmesurado cosmos. Recordemos que los nacionalismos, a la hora del juego de la pelota, son una  reverenda pelotudez. En otras palabras, que Maradona o Messi tranquilamente podrían haber nacido unos kilómetros más allá, como el segundo de los mellizos, y eso humanamente no cambiaría las cosas.

    Y por favor, oíd mortales: la patria es una casualidad; saquémonos de la cabeza esa vieja idea fija, tan dañina; la idea de que Dios es argentino por parte de padre y de madre.

 

*  zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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