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El hombrecito que reía y reía y reía. Joder, y no paraba de reír.

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El hombrecito que reía y reía y reía. Joder, y no paraba de reír.

Había una vez el año 2008. De la noche a la mañana estalló la burbuja financiera. Varios bancos de los Estados Unidos se tambalearon. Pronto se inventó otra burbuja para salvar a la burbuja. Apenas 15 años después, el Credit Suisse y el First Republic Bank, deben ser salvados –comprados–, en una operación de fin de semana.

25/03/2023 22:17
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

Así es la cosa: el Credit Suisse es comprado porque es vendido.  La bolsa Suiza y Wall Strett accionan, pero las dudas persisten. El neoliberalismo sigue emparchando el globo. Revolviendo papeles amarillados por el tiempo me encuentro con un relato que escribí, apunte en realidad, originado en aquel 2008. Trata sobre un hombrecito que contagió de risa a decenas de miles de personas.  Viene muy al caso, por eso lo reitero…

Cuidado, hay cosas que podemos hacer, pero sólo de puertas adentro; jamás en público. Como reírse más de un minuto seguido. Atención: peligroso reírse en voz alta estando solo en una vereda, en un avión, en un banco. Peligroso, así en los sueños de almohada como en la irreal realidad.

   El episodio que estoy compartiendo pudo suceder en Nueva York… Hagamos de cuenta que ahora estamos allí, viendo y escuchando, callejeando la zona de Wall Strett…

   Las 10 de mañana, el fragor urbano en su plenitud. Ahí está él: es lo que queda de un hombre con un traje de color incierto, gastado por el tiempo. El traje le queda grande; su cuerpo es poco para tamaño traje que, se ve, fue de otro hasta que se cansó de usarlo.

   En una de las esquinas álgidas de Manhattan el hombrecito en este instante, sin desanudar los cordones, se saca los zapatos que también le quedan grandes; claro, fueron de otro. Ya descalzo, del interior del zapato izquierdo extrae el recorte de una hoja de diario. La despliega, mientras la lee le brota una risotada sonora. La risa desencadena una sucesiva carcajada a boca abierta.

   Se ve rápido: le faltan casi todos los dientes, al hombrecito. Sólo conserva las últimas muelas, las del Juicio.

   Los transeúntes empiezan a aminorar su andar urgente; muchos se detienen intrigados por esa risa que se realimenta con carcajadas.

   En cuestión de minutos hay varias docenas de curiosos observándolo. Algunos autos también se están deteniendo.

   Pronto se interrumpe el tránsito de personas y autos: atascamiento colosal.

   Sigue riendo el descalzo hombre del traje enorme que fue de otro.

   Y enseguida llegan agitados cronistas movileros de radio y de tevé.

   La risa no cesa, es cada vez más robusta; muchos de los testigos se tientan, se contagian.

   Patrulleros le abren paso a dos furgones que traen policías y perros y armas contundentes.

   Un helicóptero del ejército ya merodea la zona. El hombrecito alza su mirada y lo saluda enarbolando sus zapatos.

   Su risa no amaina.

   “Diosmío”, dice entrando en pánico una señora muy aseñorada.

   “Nunca se vio una cosa así”, suma un señor muy almidonado.

   “Debe ser extranjero, que lo metan preso de una vez”, es la frase que rápidamente gana consenso.

   “Pero, ¿por reírse lo van a meter preso?”, protesta a dúo una pareja de estudiantes que faltaron a la facultad para hacerse el amor a rajacincha apenas oscurezca.

   “Alteración del orden público, procedamos ya”, ordena la autoridad competente.

   Imposible retirar por la avenida y calles laterales al hombre que ríe. Desde el helicóptero desciende colgado un rescatista, trae una especie de arnés. En el arnés cuelgan al hombre que sin soltar sus zapatos, sigue riendo. La multitud lo ve elevarse hasta introducirse en el suspendido helicóptero, que ahora parte y se aleja con el hombre que ríe. Se contagia el piloto y el copiloto y la tripulación de rescate. El helicóptero tiembla, por las carcajadas.

   Abajo ha vuelto el silencio, los ojos se miran, sin palabras. Alguien emite una risita fruncida  y cientos se tientan. El hombre que reía, ya está lejos.   

   A los veinte minutos lo descienden en la central de policía. Va descalzo, pero no suelta sus zapatos al bajar. Siguen sus carcajadas. El comisario, dos médicos, tres enfermeros, un juez lo observan. Uno de los médicos ahora se tienta. Todos advierten lo mismo: que la ropa del hombre es regalada; que su piel, amarronada de intemperie, tiene la barba oscurecida de varios días. No hay anillos en sus manos, ni reloj en su muñeca. No porta documentos ni billetera ni pañuelo para sonarse las narices, ni nada. 

   Anda por la vida a la buena de Dios, en los días pares. Y a la buena del Diablo, en los días impares. En el despacho policial el hombrecito ahora está emitiendo una risa arroncada; su garganta está extenuada.

    Ahí está, jadeante, neutro, sin temor ni expectativa alguna.

    Lo desnudan. Piensan: algo debe de esconder este hombre en alguna hendija de su cuerpo. Revisan los bolsillos de su pantalón; encuentran tres cigarrillos a medio fumar, un pan mordido en un costado y tres aceitunas. En los bolsillos internos del saco no hay billetera, ni documentos. Sólo la hoja del diario doblado en ocho.

    El comisario la despliega y lee la gran noticia de estos días: que los super bancos de Estados Unidos y de Europa quebraron; que estalló la burbuja que inventaron para salvar a la burbuja financiera; que conmoción mundial; que colapso terminal de la Bolsa; que suicidios de políticos y de magnates; que ya llegó la crisis más grave del sistema capitalita desde Adán y Eva; que Apocalipsis sin retorno. En fin: que pánico ecuménico.

    El juez interrogador le extiende la primera plana del diario al hombre que reía, y le va a preguntar por qué guarda justamente esa página. Pero no alcanza a avanzar más allá del por qué guarda justam…

    El hombre señala el gran titular y se brota de una carcajada que vuelve a alimentarse de si misma. Se dobla de la risa, joder cómo se ríe… En el medio de su risa otra vez desatada, suelta unas palabras… “yo estoy a salvo… yo sí… yo sí…” Pero sus palabras se ahogan en más carcajadas. El hombre que ríe, se ríe demasiado porque la burbuja estalló entera y el apocalipsis financiero a él .no podrá afectarlo en absoluto.

    Después, más sosegado, lo explicará así: “Yo no tengo propiedades ni auto ni velero… Yo no tengo casa ni departamento ni campos ni avioneta… Yo no tengo ahorros ni plazos fijos ni bonos ni cajas de seguridad ni dólares ni euros ni oro en bancos suizos… No tengo dinero alguno debajo del colchón, en realidad yo no tengo ni colchón…”

    En otras palabras, que por su abundancia de carencias es un hombre libre. Y ahora se está riendo de todos: se ríe de los precavidos, se ríe de los usureros; se ríe, por supuesto, de los buitres malparidos y se ríe de la obscena buitredad.

    El juez que interviene en la causa decide prisión preventiva. El hombre que ríe demasiado pliega en ocho la portada del diario, y otra vez ¡las carcajadas!

    Ahora lo están subiendo a un patrullero, va esposado. A su carcajada le añade una sonrisa. Joder, no para de reír. Piensa: “Esto viene perfecto para mí, ¿yo qué más quiero?… Por un buen tiempo no tendré que buscar en las bolsas de residuos: en la cárcel contaré con cama techo y comida asegurados. Viva la Pepa. Y viva el Pepe. A la mierda con las burbujas. Debo ser agradecido: juá… gracias, muchas gracias por tanto… juá juá juá… ¡Buen día! ¡buendía apocalipsis!!!”

    Posdata.  No entiendo por qué, pero a este hombrecito que le dice buen día al apocalipsis me lo figuro como una especie de Adán.
 

zbraceli@gmail.com   ===   www.rodolfobraceli.com.ar

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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