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Don Borges ¡por fin premio Nobel! (Lo que pasó en la patria aquel día)

La presente columna me viene persiguiendo desde hace como cuarenta años. Empezó siendo una nota en la revista Siete Días; siguió con su inclusión en el libro Borges/ Bioy, confesiones, confesiones. Después otra nota en La Nación. Recientemente fue la contratapa de Página/12. El texto, pertinaz, sigue mutando; ahora mismo late en el diario Jornada.

05/11/2022 22:51
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Por Rodolfo Braceli, Desde Buenos Aires. Especial para Jornada

    A don Borges el pan del premio Nobel se le quemó, una y otra vez, en la puerta del horno. El Sumo Ciego se divertía con esa frustración anual. Nosotros, cada octubre quedábamos mustios, paladeando fracaso. Hoy sabemos que el prodigioso escritor se fue a respirar de otra manera. Pero la frustración no amaina. Pregunta: ¿Por qué persiste esta “herida absurda” ahondada, año a año, por el NO Nobel? ¿Será que a los argentinos nos resulta insoportable no ser campeones ecuménicos de algo? El caso es que la proximidad del Mundial está agravando esa jodiente neurosis.

    Flor de momento este para reflexionar sobre nuestras virtudes y defectos y anhelos y obsesiones y mañas… Por ahí, reflexión mediante, descubrimos que nos encanta, hasta la desesperación, ser campeones mundiales. Revisémonos: ser subcampeones nos suena degradante, nos resulta una maldición, un estigma vergonzante. Nunca se lo perdonaremos a Reuteman. Dicho en lenguaje de vereda: Aquí, el que no es campeón mundial de algo es un reverendo pelotudo. Pelotudo: mucho más que un güevón. No termina ahí la cosa: cuando se nos da un campeón mundial lo consideramos decisión de Dios. Porque –recordemos–  desde chiquitos nos inculcaron que Dios es argentino. Argentino por parte de padre y de madre.

    Pero la realidad ¿la única verdad? nos viene avisando que los argentinos no somos “los mejores del mundo”. Pero ojo al piojo: tampoco nos vayamos a creer que “somos los peores”. Al fin de cuentas: ser argentino es algo que le puede pasar a cualquiera. De todos modos, porfiados, siempre, para bien o para mal, creemos ser los más sea en las hazañas, sea en las calamidades. Por eso encontramos consuelo cuando los Vargas Llosa vienen y nos dicen que somos “los más inexplicables”. Siempre, “los más”. Por suerte el Nobel, tan hurtado a Borges, salvó de otra jodida recaída al ego patrio.

   Pero atención: realmente, ¿estamos a salvo de la recaída? Este reciente octubre volvimos a padecer el reflujo del malestar porque Borges NO ganó el Nobel. Esa herida sangra, sangra, sigue sangrando. Parimos a Fangio, y a Maradona… caramba, el divino triángulo se hubiera sellado con Borges.

    Está visto que somos porfiados para el desencanto: no hay caso, no cicatrizamos. El No Premio Nobel es para nosotros un agazapado cólico pendiente. Algo debemos hacer para exorcizar ese oprobioso luto. Por mi parte una vez más recurriré al embuste de la ficción. Damas y caballeros, los invito a imaginar ya mismo lo que pasó en la patria idolatrada el día que don Borges SÍ ganó el Nobel. Entreguémonos a la verdad de la ficción. Permiso, hubiera sucedido esto:   

    Amanece. Don Borges en su cama de una plaza y media, en su austero departamento de la calle Maipú de la Capital (no tan) Federal. Sus manos se deslizan hacia el pecho, se aquietan en su corazón; late, está latiendo todavía. Piensa: “Caramba, al parecer sigo vivo… hoy anuncian el Nobel de literatura. Seguro que no me lo darán, como siempre… y seguro que declararé, como siempre, que “no darme el Nobel prueba la sabiduría de los suecos.”

   En este minuto don Borges nota que ha empezado a codiciar el premio. Se inquieta, se avergüenza por eso… Suena el timbre. Doña Ubeda, su resignada mucama de tres décadas, le avisa: “Señor, viene telegrama; de Suecia”. El viejo cruje en su lecho, gime: “Ay, Madre, madre mía…”

    Ahora suena el teléfono. Atiende. Una voz en inglés le dice: “Soy Arthur Lundkvisy, de la Academia sueca. Tengo el inmenso honor de comunicarle que usted ha ganado el Nobel de la Paz.” Don Borges, irónico le responde: “Ustedes están confundidos. Si es el Nobel de la Paz debe de ser para el señor Sábato; sufre tanto ese hombre...”  Lundkvisy se corrige, siempre en inglés: “Mis más sentidas disculpas, doctor Borges, usted ha ganado el Nobel de Li-te-ra-tu-ra.” El tartamudeo se le agrava con un ataque de hipo. Don Borges alcanza a decir: “Inmerecido hip galardón… Mis obras completas hip son apenas un puñado de misceláneas hip.” Y cuelga el teléfono, y murmura: “Madre, mi madre ausente, fíjese lo que le viene a suceder a su incorregible embustero...”

    A la media hora, timbre otra vez. Doña Úbeda abre la puerta para ver quién es y es empujada sin consideración: atropellando entra al pequeño living una andanada de periodistas, camarógrafos, fotógrafos, todos a los pisotones y a los gritos: “¡Grande, maestro!” “¡Ídolo!”, “¡Monstruo!”, “¡Borges, viejo y peludo, carajo!” Don Borges desplomado sobre un sillón, implora que salven del tumulto a Bepo, su gato… Atosigado por micrófonos y palmadas en la espalda respira con dificultad, su hipo no amaina, dos policías de la Federal ingresan para amortiguar la invasión, pero son desbordados, y deben recular. Uno de ellos manotea el gas pimienta, el otro le cancela intención con una patada en el centro del culo. El departamento del escritor rebalsa por la avaricia periodística. De pronto, un vozarrón: “Están matando a Borje. ¡Atrás, carajo!” Es la voz de Andrés Selpa, ex boxeador que supo ser campeón argentino y sudamericano que ahora se las rebusca como fotógrafo callejero. Mete un par de trompadas, Selpa, y persuade al histérico tumulto.

    Don Borges tiene por fin un resuello, y explica: “Este premio Nobel hip… evidencia que la mediocridad hip prevalece en el mundo...” Le preguntan cuál es ahora su máxima ambición, responde: “Acudir a orinar de inmediato.”

   Comienza el retiro de la jauría de periodistas por el ascensor y la escalera. Casi todos se llevan algún “recuerdo”; queda desmantelada la biblioteca. Don Borges no ve la ausencia de sus libros, pero ahora sin sus libros siente un frío insoportable… Se desvanece.

   A todo esto, el boxeador Selpa, que tiene mucha calle, parado en la puerta del edificio grita, didáctico: “Al que salga de aquí llevándose un libro puesto, le bajo los dientes.”

   Un par de horas después por una radio del departamento de enfrente don Borges se entera lo que está sucediendo en otros sitios de la dilatada patria: en oficinas, fábricas, talleres, surcos, escuelas, hombres, mujeres y niños interrumpen la jornada. Un feriado espontáneo. Muchos salen a las avenidas y se van sumando a una interminable columna. Son incorregibles, murmura. ¿Estamos ante un nuevo 17 de Octubre? La fecha le produce arcadas al escritor.

    

   Tres de la tarde. Desde hace dos horas María Kodama acompaña a Borges. Bepo, acurrucado en el sillón, mira con estupor congelado. Kodama se asoma por la ventana del sexto piso y allá abajo ve una multitud con banderas, pancartas y, diosanto, ¡con bombos! Reclaman a Borje, para que salga a saludar al balconcito. Kodama se enoja, esto es el colmo, y baja dispuesta a imponer silencio. Nada menos. Y es ganada por la multitud entusiasmada. Entonces don Borges va por ella y también lo alzan, y ya lo están llevando en andas por calle Florida, rumbo al obelisco patrio. Desde allí con un camión de bomberos lo trasladarán, con un río de gente detrás, hasta el estadio de Ríver.

   Ya en el Monumental, don Borges asoma por el túnel, tembloroso. Pisa el verde césped. Una doble hilera de chicas estudiantes de Filosofía y Letras, le hacen un camino hasta el círculo central. Llueven los papelitos multicolores. El vientito colabora. La multitud a toda garganta corea: “Borges / Platón / un solo corazón”. Un relator deportivo con las amígdalas desgajadas vocifera: “¡¡Y con nosotrooos… Luiiiiis Borjeeeeee, nuevo campeón mundial de literatura!!!”

   A las diez de la noche don Borges ha retornado a su departamento. María Kodama, hospitalizada, con una clavícula rota. Ahora la austera cena es compartida por el fotógrafo boxeador: sopa de sémola, plato de arroz, agua de la canilla. Don Borges le agradece la compañía. Selpa se despide con un beso: “Gracias, maestro, por convidarme su comida.” Borges piensa: “Qué extraño, me ha besado un hombre y es pugilista…”

   Al día le viene su noche. Ya en la cama, don Borges solo con su soledad; desde su ceguera deletrea el hondo abismo. Acaricia a su gato compañero, le dice: “Bepo, acérquese más, es octubre pero hace frío, déjeme abrigarlo… ¿me deja tutearlo?  Por favor, quedate conmigo, hijito… Fijate lo que me viene a pasar, resulta que ahora soy premio Nobel. Te lo juro por todos los dioses y las diosas habidos y por haber: yo no quería ser campeón mundial…”

 

zbraceli@gmail.com   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

 

 

 

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Las declaraciones y opiniones expresadas en este artículo son de exclusiva responsabilidad de su autor y no representan necesariamente el punto de vista Diario Jornada.

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