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Las Torres, La Moneda, Fuentealba

14/09/2020 20:01

Ya es hora de decirlo con convicción inclusiva: el 11 de setiembre celebramos el Día de la Maestra y del Maestro. Y conmemoramos la muerte de Sarmiento. (Más saludable hubiese sido recordar el día de su nacimiento, el 15 de febrero de1811). La cuestión es que, por distintos motivos, el 11 de setiembre es una fecha que nos sacude, nos invita a hacer memoria y a reflexionar(nos).

Justamente, para reflexionar(nos) reanudo alguno conceptos vertidos en anteriores columnas. Tengamos muy presente que, si avivamos la memoria, no es para retroceder y para quedarnos encallados en el pasado, al contrario: es para semillar futuro. Futuro diferente, y mejor.

Por empezar revisemos “11 de setiembre” del 2001. Ese día asistimos a una tragedia de origen confuso, oscuro: el derrumbe televisado de las Torres Gemelas de Nueva York. El episodio, sin duda bárbaro, sirviópara que la administración de los Estados Unidos explicitara su decisión de comportarse como un Imperio gendarme del mundo entero. La indudable atrocidad del derrumbe de las Torres Gemelas sirvió de inmediato para justificar guerras y genocidios preventivos. Inclusive sirvió para naturalizar la tortura como recurso necesario. Estos años se llegó al colmo de rotular a las torturas con un eufemismo escandaloso y campante: “Interrogatorios exigentes”.

   En tren de revisar el pasado para poder construir un futuro decorosamente humano, no muy lejos tenemos, bastante traspapelado, otro “11 de setiembre”, el de 1973. Ese día anida también otro episodio atroz: el derrocamiento del gobierno democrático de Salvador Allende, con el bombardeo y el incendio del Palacio de La Moneda.   

Imposible ocultarlo: Pinochet perpetró aquella asesinación con la ayuda obscena del gobierno norteamericano de entonces; todo craneado por el genio del tristemente eficiente Henry Kissinger, una especie de Bin Laden de traje, chaleco y corbata. Como prólogo del bombardeo los biencomidos de Chile salieron a cacerolear, no soportaban, no se bancaban el sagrado mandato de las urnas.

El 11 de setiembre chileno (¡y latinoamericano!) nos trae la personalidad de Salvador Allende, alguien que, pudiendo huir, tuvo el coraje de suicidarse. Allende no se rajó, no le dio vacaciones a su dignidad, murió exactamente en su sitio. Allende, como pocos estadistas en la historia de la humanidad, estuvo a la altura de la fe que millones de seres le tenían. Nada menos. Digamos una vez más que el “Chicho” murió en estado de democracia. Cuánta coherencia, cuánta dignidad y, damas y caballeros, ¡qué par de güevos!

  

Son muchos los que prefieren medir las tragedias por su costado cuantitativo. Aun desde este criterio, el 11 de setiembre, cuando se profanó y violó la democracia encarnada por Salvador Allende, se cobró, en vidas, alrededor de diez Torres gemelas.

   La fuente del alba

Aunque nos resulte incómodo, memoremos en este setiembre, un día aciago del año  2007. A ver: ¿Nos suena todavía el nombre de Carlos Fuentealba? Para los desmemoriados que practican la indiferencia activa recordemos que Fuentealba era un joven maestro que fue fusilado en la ruta 22, en una represión ordenada por un tal Sobisch, por entonces gobernador de Neuquén, aspirante a presidente de la república. Carlos era maestro, profesor de química, fue asesinado cuando tenía 40 años y siete meses de edad. No pudo celebrar el día del maestro del año 2007, ni este del 2020. 

Un detalle: el matador de Fuentealba, el ex cabo Darío Poblete, fue condenado a Prisión perpetua. Los que no recibieron juicio ni condena fueron los que ordenaron esa represión. Argumentaron que “fue un accidente”, “una casualidad”. Y más dijeron: que Fuentealba “se la buscó”.

Nadie apunta a la nuca de un humano que piensa diferente “por casualidad”.

Nadie se toma atribuciones del Dios que comulga hincado y dice venerar, y le quita la vida a un humano “por casualidad”.

Señoras y señores: nada hay menos casual que “la casualidad”.

En nuestra ardua patria hay criminales y asesinos y cómplices explícitos, y hay indiferentes activos que también son cómplices. Siendo más específicos: hay un rubro que podríamos definir como el de los criminales asesinos. Curiosamente, a estos la pólvora y la sangre nunca los salpican. Los protege la impunidad de los despachos. Y de la servicial desmemoria.

El caso es que, hablando de maestros, un día de abril del año 2007 después de Cristo, la protesta de los docentes fue reprimida y se bebió la vida entera de un padre de dos hijos, maestro, en Neuquén. El entonces gobernador Sobisch asumió “la responsabilidad política”. Sin querer provocó una reacción en cadena de conciencias bastante distraídas.

  Sabía muy bien el señor Sobisch que las muertes “acarrean un peligroso costo político”. Él sólo quería “imponer orden” dando palos y metiendo miedo escarmientador. Pero, claro, se les fue la mano a los agentes del “orden”.

Dije por aquellos días y digo ahora que el señor Sobisch representaba el pensamiento de demasiados muchos. Estos demasiados muchos a la Constitución cada dos por tres la usan de papel higiénico. Y/o de forro.  A la Constitución y a la democracia también. Piensan con el corazón del bolsillo, adhieren al (neo)liberalismo que arrasa con generaciones y siembra no sólo soja, además siembra analfabetismo y analfabetización.

Si al señor Sobisch le hubiesen preguntado sobre la legalización del aborto, sin pestañear hubiese clausurado el tema diciendo: “Estoy contra el aborto, ¡la vida es sagrada!”

A él y a tantos más tomémosle la palabra. Con la muerte de ese maestro fusilado por la nuca, los equivalentes a los Sobisch de esta patria son responsables políticos (humanos) de otro aborto posterior. Porque hay abortos “antes de” y, aunque suene contradictorio, hay abortos “después de”. Hay abortos en el vientre de las mujeres madres. Y hay abortos en el vientre de la Vida misma. Si se entiende por aborto la “interrupción de una vida”, en este caso la vida del maestro Fuentealba fue interrumpida, de cuajo, con el beneplácito de los que proclaman que “la vida es sagrada”. No olvidemos, además, que la democracia latinoamericana, Chile mediante, también fue violada.

Posdata.

Los que mueren son traspapelados por el uso de las cantidades. Pero consideremos que esos borrados del mapa mueren de a uno. En uno de ellos nos detenemos, para despabilar nuestras conciencias. En este 11 de setiembre de 2020 Carlos Fuentealba, insisto, nada pudo celebrar. No estuvo para sus hijos ni para su mujer ni para sus padres ni para sus hermanos y amigos. No estuvo, le calcinaron la cabeza. Claro, ¿a quién se le ocurre pensar y, encima, pensar diferente? ¿Viva el Orden? ¿Viva la Mano Dura? ¿Viva el método Bolsonaro? ¿Viva el aborto posterior? Pero caramba, ¿no será que estamos diciendo “viva la muerte”?

   Hay que reconocerlo: Fuentealba era un maestro un tanto “imprudente”. “En algo andaría”, justificaron muchos. Y no se equivocaban: por aquellos días Fuentealba andaba en “algo” extremadamente peligroso, para el (neo)liberalismo: estaba trabajando en un plan para alfabetizar albañiles. Madremía. Madre de él. Madrenuestra ¿qué es esto de andar por la vida alfabetizando?

Estamos en crucial pulseada. No somos neutrales: sí, amamos la escuela pública. Sin pedirnos permiso, de pronto se nos aparece la Violeta Parra, con su voz de tarro. Escuchémosla en este setiembre pandémico:

 “Me gustan los maestros / porque son la levadura / del pan con toda su sabrosura. / Me gustan las maestras / que rugen como los vientos…”

[email protected]   ===    www.rodolfobraceli.com.ar

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