Dos años con Diego

Hoy nos encontramos con el segundo aniversario de su desaparición terrenal.

Y nos vemos en la necesidad de encontrar aquella imagen de hace 24 meses.

En esa imagen, en la que Diego solo podía caminar ayudado por dos auxiliares, pareció concentrarse su historial clínico: su vieja adicción a la cocaína; un corazón que hacía varios años trabajaba al 30%; la obesidad que lo golpeó a comienzos de siglo, llegó a pesar 120 kilos; el bypass gástrico al que había sido sometido en 2005; sangrados estomacales cada vez más habituales; problemas severos con el alcohol; un puñado de operaciones que sufrió en sus rodillas y la infinidad de golpes brutales que recibió en su época de jugador, incluida la fractura de un tobillo.

Si el vocabulario de su etapa como futbolista giró alrededor de goles, proezas y actos de magia, ya retirado le sumó términos como dependencia de las drogas, afecciones cardíacas, problemas respiratorios, hipertensión, apneas del sueño, miocardiopatía dilatada, diabetes, anemia, borracheras, debilidades hepáticas, episodios de confusión mental y función renal alterada. “Es evidente que tengo línea directa con el Barba”, había dicho en 1997, en referencia a Dios, después de una de sus habituales resurrecciones.

El fútbol será un simulacro de guerra, pero los estadios constituyeron para Maradona su único remanso de paz, una infancia eterna. Como si de lunes a sábado se dedicara a la halterofilia, la vida afuera de los campos de juego siempre le pesó, acaso inevitablemente. Así como los defensores rivales quedaban minimizados ante un cíclope del fútbol, ser Maradona y tener un solo cuerpo fue una pelea desigual. Como él dijo: “De una patada fui de Villa Fiorito a la cima del mundo y ahí me la tuve que arreglar solo”.

El encierro con el que intentó evitar contagiarse de coronavirus no ayudó a Maradona, que pasó sus últimos días envuelto en una depresión, también explicada por el hematoma subdural detectado en una clínica de La Plata, la ciudad en la que dirigía a Gimnasia. Maradona ya estaba internado desde el 2 de noviembre, una geografía habitual en sus últimos años: las clínicas, los traslados en ambulancias, los quirófanos y las vigilias de sus hinchas en las puertas de los centros médicos. Cuánto más sufría el ídolo, más se apostaban sus feligreses.

“Maradona, siempre un depresivo, un melancólico crónico”, lo diagnosticó su médico de la década de los noventa, Alfredo Cahe. Las muertes de sus padres doña Tota en 2011 y don Diego en 2015 resultaron dos golpes anímicos que terminaron de desestabilizar su mapamundi familiar, lleno de conflictos con su exmujer, Claudia Villafañe, e incluso algunas de sus hijas. El último Maradona, el hombre de las grandes frases, ya solo se expresaba públicamente a través de comunicados escritos por sus portavoces en su cuenta de Instagram.

Su muerte sacudió al deporte mundial con un colapso de tristeza sin fecha de vencimiento a la vista: el duelo que empezó a flotar en las calles de Buenos Aires y el resto del país no será de esos que se disipen en años sino en generaciones. La muerte de Diego Armando Maradona supone el final de la edad de los héroes. Ídolos, genios y productos deportivos habrá siempre, pero Maradona excedió la condición de futbolista-

Por eso hoy esta vigente más que nunca, con homenajes en todo el mundo, que nos permite decir dos años con él.

Y que sirva para que tras la decepcionante actuación de la Selección Nacional, derrotada por Arabia Saudita, los jugadores, todas esas estrellas modernas deben mirar al cielo a esa estrella mayor, para tomar su ejemplo.

Aquel del Mundial de Italia, donde nos llevó a la final, al subcampeonato, con un tobillo destruido, que solo le permitía actuar infiltrado. Pero él quiso seguir porque un capitán siempre debe dar el ejemplo.

Esa voluntad, esa garra, esa sabiduría, ese espíritu deben tomar Scaloni y su equipo para ganarle a México y seguir en el mundial.

 

 

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