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Popular sí, Populista no.

Se ha hablado mucho y mal recientemente sobre el supuesto. G “populismo” que encarnó el expresidente y líder radical Hipólito Yrigoyen. Se han confundido rasgos, caracteres, categorías, contextos, por lo que entiendo que es mejor salir del embrollo sin ingresar en polémicas estériles dominadas por el afán twitero  urgido por los 280 caracteres al que parece sometido el liderazgo político contemporáneo. Pero salgamos del laberinto se sale por arriba. Hagamos historia y reflexionemos.

06/07/2022 00:15
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Por Diego Barovero, Especial Jornada

A 89 años del fallecimiento y cerca de cumplirse 170 años de su natalicio, estaríamos más cerca de la verdad histórica al considerar a Hipólito Yrigoyen como el auténtico fundador (o cofundador junto con el presidente Roque Sáenz Peña) de la republica democrática en el país, completando el proceso de constitucionalización a partir de la incorporación de la modalidad del sufragio popular obligatorio y secreto como fundamento y base de la institucionalidad republicana. 
Eso comenzó en 1912 luego de la sanción de la ley que lleva el nombre del expresidente  que la impulsó con todo el prestigio y el poder político que concentra la figura presidencial en nuestra tradición histórica y jurídica pero como consecuencia de un auténtico y saludable acuerdo político, fundante y consensual entre oposición y oficialismo que tenía su razón de ser en la pacificación de la vida política nacional azotada por varias décadas de levantamientos, rebeldías,  revoluciones y una virtual guerra civil que dominó el siglo XIX y que en el tramo final del mismo y primeros lustros del XX, abandonada la vía armada, se hizo patente con la inteligente estrategia denominada “abstención revolucionaria” que consistió ni más ni menos que en someter al sistema a una presión insoportable alejando a una incalculable proporción de la ciudadanía de la participación en el devenir de la cosa pública en tanto continuara amañada desde el poder, deslegitimándolo por vía de la desentendimiento y manteniendo latente la amenaza del levantamiento rebelde. 


Ese plan montado sagazmente por Hipólito Yrigoyen llevó a Roque Sáenz Peña a pensar un mecanismo para atraer a esa inasible porción de la civilidad a incorporarse al sistema y a compartir la responsabilidad de gobierno. Como en política nadie se suicida, es injusto sostener que Sáenz Peña traicionó a su clase y su sector político entregándole el poder e Yrigoyen.
Sáenz Peña trazó un diseño consensuado con Yrigoyen para atraerlo a arriesgarse y salir de las sombras de la conspiración antisistema, pero sus propias bases le fallaron: el renuncio conservador a construir un gran partido nacional de derechas que sostuviera y defendiera en la arena democrática las grandes políticas que construyeron el Estado Nacional argentino más allá de una mera defensa de privilegios como el de considerarse los únicos capaces y con derecho a gobernar porque a este país “lo construimos nosotros”, como afirmaba buena parte de la élite gobernante.
Hecha esta salvedad y volviendo sobre la personalidad de Yrigoyen, compleja y de contrastes, es cierto que su estilo de conducción y construcción de poder - siempre democrático y desde abajo - fue del tipo personalista y emparentado con la tradición caudillista que caracterizó la historia política argentina decimonónica. Pero en cuanto a la cuestión demagógica si puede decirse no hubo a lo largo de dos siglos de política nacional alguien que hablara o prometiera menos que Yrigoyen: “nuestro programa es la Constitución Nacional”, afirmó para colmo y con ello dejó una auténtica declaración y profesión de principios en favor del orden liberal republicano que dió fundamento a nuestro origen como Estado consagrado en ese plexo que fue punto cardinal de una cultura política, que dio pie a un larguísimo período - no exento de crisis- de crecimiento y progreso institucional y material.


Una vez en el gobierno por mandato popular y con la dignidad intacta, ya que había llegado sin claudicaciones ni negociaciones que pusieran sus convicciones y consignas en tela de juicio Yrigoyen gobernó con la Constitución Nacional en la mano, estirando en lo que fuera preciso sus atribuciones presidenciales en procura de lo que hoy conocemos como una auténtico Estado Social de Derecho impulsando un crecimiento de las atribuciones del Estado a través de medidas de equidad y justicia para mejorar condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos por efectos de la crisis global de la Gran Guerra Europea (1914/18) y luego en los albores de la globalización de la gran crisis generada por el crack financiero de 1929.
Pero también merece señalarse que aún en el contexto de extraordinariedad de su mandato, Yrigoyen fue respetuoso al extremo de someterse a la majestad de la norma constitucional que impedía  las reelecciones presidenciales inmediatas imponiendo la restricción de al menos un período intermedio obligatorio, acerca de lo cual  no proyectó ni fomentó intentos de reformas a la Constitución que removiera esa manda consciente de que hubiera importado una auténtica solución de continuidad en nuestra tradición institucional. Vale decir fue Yrigoyen un presidente democrático con clara inclinación a la construcción de una democracia social moderna, pero respetuoso de la vigencia de los términos y condiciones establecidos por la majestad del orden constitucional. Popular sí, populista no.

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