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Una mesa bien servida 

La forma de un hogar, la forma interior

28/10/2023 20:41
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Alguna vez apunté lo siguiente: «Los libros con dueños anteriores llevan consigo roces y suspiros que los revisten de misterio y les aportan dignidad. Libros de pasadas batallas. Más me suelo quedar en sus historias añadidas que en las de suyo escritas». El caso es que sigo pensando de la misma manera, pero la cosa se amplía.

Hace pocas semanas tuve la fortuna de formar un cenáculo espontáneo y pasajero, pero uno de proporciones astronómicas. Se encontraban congregados numerosos actores de nuestra historia, personalidades que han cincelado los contornos de la cultura y nos han proyectado como pueblo hacia el firmamento de las artes. Por momentos, un golpe de pensamiento me traía la pregunta: «¿Por qué no se han grabado todavía efigies de estos altos señores?». Pero la respuesta no fue tarda: «La historia no sabe ser justa, menos aún la historia de los hombres».


Recordaba, de a minutos, las ahora lejanas peñas que llegué a frecuentar con papá y que tan bien endulzaron mi nostalgia siempre dulce; esas noches de elevadas inspiraciones donde los hombres se ceñían al fuego con gestos atávicos, procurando deshojar las eternidades de una noche. Una genuinidad sin nombre noté siempre en esos corros incesantes, casi rituales; una manera de gustar las notas de la vida a la par que de la vid. ¡Evocaciones, advocaciones, invocaciones!

Así regresaba yo en esta nueva oportunidad, andaba mis tempranos acontecimientos nocturnos con el exacto ímpetu del niño que fui. Con mis ojos discurriendo sinuosos cauces, continuadas menudencias aguamarinas, llorando alegre, me veía mirar. Así fue que, espabilando inadvertidamente, noté la vajilla dispuesta en la mesa. Iban llegando de uno en uno utensilios de las más variadas características, creo que alcancé a notar quizá dos tenedores de igual diseño, pero el resto de instrumentos eran de todo punto dispares, inarmónicos.

Al igual que con los libros, me sentí atraído por la peculiar irregularidad manifiesta. Ni copas ni vasos ni platos se unían en materia de color y de forma, se aplastaban contra la mesa como un crisol, como abigarrados dominios que defendían su independencia: «¡Yo soy rojo y basta!»; «¡Yo me formo como quiero!»; «¡A mí que nadie me enderece los asuntos, yo torcido voy!».

De pronto, me dio por recordar la desagradable analogía que escuché de un sujeto que se hizo fugazmente visible en las redes sociales. El muchacho aseguraba que la «gente de clase alta» tiene en sus hogares «todas las sillas iguales». No deseo yo detenerme en esa rematada tontería con aires ideológicos (que toda tontería es primero ideológica), sino que destaco aquello del mobiliario uniforme; mobiliario, vajilla, lo que sea que en casa utilicemos.

En lo personal, y sobre todo por mis inocultables inclinaciones obsesivas, he sido siempre de alentar en mí la búsqueda de uniformidad (quizá porque aspirar a la uniformidad es aspirar al equilibrio), pero en la noche que les reseño encontré con absoluta claridad el yerro inexcusable de mis pretensiones, y no ya por alguna antipática y anacrónica teoría de clases, sino simplemente por una sólida evidencia: la experiencia.



 

Tener uno en su hogar los más variados objetos, más aún aquellos que se disponen para el uso común, sobre todo aquellos que son dispuestos para el uso común, acusa que toda una sucesión de eventos han sabido encontrar asilo allí. Una porción, una brizna, una hebra, un filamento de la vida de cada visitante ha quedado aposentado en los enseres de la morada y los han revestido con la dignidad del tiempo expirado (que nunca expira de balde). Tal y como habían revestido la noche aquellos señores con sus palabras y cantos volanderos.

Supe entonces con claridad cómo nada muere nunca, que tanto lo he dicho —a veces incluso sin poder creerlo a pies juntillas—. El tiempo se desparrama por nuestros alrededores vertiendo la vitalidad que al punto nos abandona. Es por eso que sentíame movido hasta mis comienzos, hasta los rescoldos de mi infancia temprana, y es por eso que considero que la disparidad es tan solo la forma en que se expresa la Totalidad y que es la única vía para el conocimiento recíproco. ¡No somos más que elementos disonantes que aspiran a ser servidos en el banquete definitivo!

¿Sueno pueril y cochambroso? Prometo que lo digo muy en serio, y a este respecto dejo también asentado que cualquiera que preste atención puede ver cómo cada minucia de este mundo sabe hablarnos con elocuencia. Quizá, si el protocolo hubiera sido cuidado al detalle en aquel convite mis reflexiones habrían sido diferentes… o quizá siquiera las habría alcanzado, ¡¿pues quién puede reflexionar sin presencia de las diferencias?!



Instagram: @alejuliansosa  —  Twitter: @alejuliansosa

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