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El fin de año, un apagón de luz

17/01/2023 01:59
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

De nuevo en esta situación, ¡y qué pronto! ¿Cómo; que «cuál situación»? Pues la de estar recibiendo el nuevo año. Hace tan poco, acaso algunos días… Comienzan a cerrar el telón de nuestras mañanas para abrir paso a otras idénticas pero diferentes.

¡Ha sido un año tan agitado! Pero de pronto cesa el primer furor que incita la exclamación. ¡¿Qué año no es uno agitado?! ¡¿Y qué vida no recomienza cada vez; cada día?! Así, con estas palabras que he decidido resaltar con bastardillas, comenzaba yo este artículo el año pasado, y así pensaba yo comenzar estas mis palabras de hoy. ¿Me estaré volviendo monocorde?

A propósito del anterior parrafito, es menester comentar —como tantas veces, ¡y ya ven cómo suenan mis notas!— que la repetición es una forma de dignidad si con ella se intenta inducir un pensamiento que las más de las veces permanece esquivo para el entendimiento general. ¡Cuidado, yo también estoy del lado de lo general, incluido en ello como cualquier vecino! Pero es por eso que se hacen dignos de mención mis avistamientos: esa suerte de vislumbres aun involuntarios que llegan a sustraerme de la cotidianidad más reclamante.

 

 

¿Saben ustedes que también pretendía yo hablarles del dolor? Así es. Hace pocos días, debí someterme a una operación. El caso es… ocurre que fui insuflado con anestesia local y —vaya a saber uno por qué designios misteriosos— no surtió el efecto esperado; la anestesia, digo, no surtió efecto y yo debí rendirme al yugo del padecimiento en una intervención quirúrgica que me pareció interminable. Entonces fue que reverberó en mi interior la noción del dolor y el avivamiento del dolor, ¡menuda contradicción!

¡Y qué oportuno! Aproximándonos a este ocaso que es el fin de año, vine yo a sufrir una experiencia que me clavó a la vida. Digo ahora nuevamente —¡monocorde, siempre monocorde!— que el padecer implica una certeza ineludible; fija en nuestro corazón una verdad de fuego: «¡Estamos vivos!». ¿Y esto por qué? Es sencillo: porque tan solo sienten los que andamos la vida; ocioso es recordar aquí esos dos aguijones: la muerte no es tenencia ni se nos aparece sensible.

Y así, con mi voz inconfundible que se agolpa revulsiva en mi interior, reverbera también mi querido Rilke diciendo: «Cuando una tristeza se alce ante usted, tan grande como nunca vista; cuando alguna inquietud pase cual reflejo de luz, o como sombra de nubes sobre sus manos y por sobre todo su proceder, ha de pensar que algo acontece en usted. Que la vida no le ha olvidado». Y la tristeza es la pena, y la pena es un castigo, un flagelo… una expiación.

Así pensaba yo en mi breve tormento: «Este dolor, esta condición de inerme; esta suerte echada de mi cuerpo echado, no puede sino ser el símbolo de algo mayor». Y tienen el beneplácito de pensar de mí lo que quieran; acaso puedan decirse que no busco sino señales donde no hay más que sinsentido, pero les he dicho ya con total desnudamiento espiritual que aquí operan mis vislumbres y no un antojadizo capricho.

 



Se nos va el año, amados lectores, y se reanudan las exhalaciones. Vamos despidiendo la larga cola del año tren que se va y ya se apresura sobre el andén ese otro nuevo año que nos llevará quién sabe a dónde… Estamos en la estación, pero nosotros somos los viajados; nos recorren, nos pasean, nos agitan, nos devuelven, nos… llevan. ¿Hacia dónde? Pasan los años entre nosotros; como en un diálogo, a través de-, pasan los años transversales a nosotros.

Se arremolinan los sentires; una marejada nuestras emociones. ¡Cuánto hemos dejado atrás, mis compañeros; cuánto hemos olvidado, mis compañeras! El velo de la vida arroja cernida luz sobre nosotros; baña delicadamente nuestra condición de tránsito, nuestro histórico linaje de rebaños perdidos.

De esta manera, no puedo más que humillarme ante los designios mayores y solicitar clemencia; solicitar que este apagamiento regrese para ustedes, tanto como para mí, con todo un ramo de bendiciones para poder superar con entereza de espíritu la premura y avidez de un tiempo implacable, y que les recuerde, si acaso hiciera falta, que estar de pie, que tener la vida es siempre la única y máxima ventaja.
 

 

 

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