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Mirar la vida a través de un vidrio

Vivir mullidos es ser solipsistas

09/02/2023 10:22

 

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Tomaba un —a juzgar por mí— muy merecido café en el bar de costumbre; a mi lado algunos libros nuevos, puntualmente uno de Quevedo que me tiene bien atrapado, y allí yo: mirando por el amplio ventanal con indecible placer. Una fina cortina de agua se deslizaba por el aire y cubría la ciudad de una pátina esplendente. Ese lustre que propicia la lluvia, todo se aparece como de fino metal bruñido, todo se espeja; galvanizados los transeúntes pasaban como inexplicables figuras metálicas de indistintos colores, representando un raro cuadro del que parecían estrambóticos personajes. Entre tanto, decía para mis adentros: «¡Pocas maravillas igualan a la fortuna de tomar un buen café bajo la lluvia mientras se discurre entre lecturas!». Pero la ensoñación duró poco.

De pronto, como un rayo, un aguijón se llegó hasta mis pensamientos; algo se agitó en mis adentros y una voz se pronunció sentenciosa: «Tomar café en bares es un pasatiempo burgués». Era Johana, la inconfundible e inescapable voz de Johana. Alguna vez habíamos reñido poniendo el tema a consideración y yo, aunque esgrimiera mis mejores y —a juzgar por mí— bienintencionados argumentos, siempre quedé como vencido en algún flanco; digo, siempre quedé como herido de muerte por aquel su terrible aserto. No podía dejar de conceder, en mi más desnuda sinceridad, que llevaba razón.

 

 

Debo, en este parrafito excusador —a los que ya los tengo un tanto acostumbrados, por otra parte—, aclarar que Johana no esgrime ninguna ideología de izquierda ni cualquier cosa que se le parezca. Esto, salvado con razón de que no espeta moralinas; mi Johana, amada mujer de mis días y mis noches, no sabe nada de aquello de moralizar (y por eso que sus palabras resultan vencedoras).

Al cabo de unos minutos tuve una conversación ocasional con mi madre y fue gracias a ello que caí en la cuenta definitivamente: «Tomar café en bares es un pasatiempo burgués». ¡Y nada más cierto! Estaba yo sentado como quien no quiere la cosa, alabando el frescor y gloriando al cielo, pero ignorando en todo momento que la mentada frescura no era más que el fruto de bravos temporales que por otras latitudes (nada lejanas, por cierto) arrasaron con erales enteros; incontable cantidad de propiedades destinadas al cultivo se vieron asoladas por los fuertes temporales dejando a cientos de familias sin trabajo. Ha venido gente de cualquier rincón imaginable de la Argentina para dedicarse con ahínco a la tan requerida temporada de cosecha y la inescrutable inclemencia del cielo dejó a su suerte a todos ellos.

 

 

Pero aquí un alto reflexivo. No quisiera yo que ustedes lean en mí a un remilgado, a un muchacho comedido que teme andar a campo traviesa por riesgo de pisar alguna florecilla; digo, no tomen de mí a un escrupuloso joven que se da aires y llega para pregonar sus arranques morales, ¡que ya los tengo advertidos acerca de los moralistas! Para nada, no soy uno de aquellos ni pretendo serlo, ¡me libre Dios! Pero sí digo que deben demarcarse las líneas divisorias en el terreno; si bien no pretendo moralizar, tampoco paso de observar muy claramente que nada da lo mismo.

Sería largo ¡tan largo! asentar aquí mis pareceres al respecto, pero es en todo tiempo verdad que cada vez que establecemos nuestro juicio lo hacemos sobre una cristalizada base de circunstancias individuales. El juicio que emitimos sobre el bar, el café, la lluvia y los libros, descansa sobre un sólido andamiaje de burdas falacias. Vale decir que no tenemos privilegios, el privilegio es quien nos tiene a nosotros, y todo no se trata más que de una contingencia. Somos, los burgueses como su servidor, gentes blandengues y licenciosas; nos dejamos en la cuna de las vacuidades sin el menor cuidado.

Así, no pude dejar de pensar en todos aquellos que, mientras yo bebía apaciblemente mi café, debían restaurar sus hogares y salvar lo posible de las fincas para aprovisionarse los meses subsiguientes, ¡y ni eso! Tuve que tener mucho cuidado al beber para evitar, entre sorbo y sorbo, echar un trago tan abundante de claridad que deba someterme al más grueso rigor para exculparme. Por los pelos salí airoso y hasta tuve la fortuna de que un vecino me pagara la cuenta.

En fin… ¡qué amable es la vida cuando se mira por la ventana!

 

 

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