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La cortedad de la vista

No ver; impedir la mirada

22/09/2022 00:21
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Quizá alguna persona de entre ustedes llegue a saber que yo, hace algunos años, decidí retirarme al exilio voluntario. Así es, tomé mis pocos bártulos y me dispuse a emprender viaje con Johana. Sin embargo, es preciso hacer notar que no fue un viaje de rencor —como bien se podría decir—. Me refiero a que no fuimos movidos a retirarnos del país por alguna hostilidad que hubiéramos sentido ni mucho menos. Los designios del hado nos llamaban hacia más allá las costas azules; nosotros nos dispusimos con presteza y hendimos el horizonte.

Es cierto, poco tiempo antes de irme comenzó a resultarme insoportable vivir aquí. Teniendo en todo momento presente la proximidad de la partida, era difícil para mí afincarme con holganza en una patria que ya me había dejado de su mano. Era como un espectro, ya nada podía representarme, nada podía conmoverme; como si se tratara de una cubierta huera, desoladora, Mendoza hacía para mí un esférico recinto que me cubría de sombras y me restaba el aire. No fue sino hasta que logré poner un pie fuera de los límites que pude al fin sentirme a mis anchas.

 

 

Pero he venido hoy a hacer una salvedad. Ya sabemos que nuestra modesta provincia es una porción rezagada del mundo nuestro (que si bien amistada con una muy inusual belleza). Estamos lo bastante lejos de los acontecimientos relevantes; pero precisamente… También fui yo, ¡tanto lo siento!, uno de aquellos pedantes que sentía que esta tierra era cosa menor como para contener dentro de sus márgenes a una personalidad semejante (esa personalidad mía tan inconexa que las más de las veces me acarreó un conflicto serio). El caso es que estaba poderosamente, feamente equivocado, ¡y gracias!

Ocurre que todavía hoy me encuentro con algún conocido que me asegura que mis palabras no se comprenden del todo y que, llegado el caso, son quizá lo bastante inasequibles como para nuestra provincia. ¡Vaya uno a saber! Quizá crea, ese mi prójimo, que en otras latitudes la razón encuentra parcelas algo más nobles como para germinar y manos más diestras como para fructificar. Pero no hay dudas de que es un mandato hacerle caer en la cuenta del talle de su error.

Pueblo mío, pueblo semejante, sepan ustedes que me tienen desplegado frente a sus miradas, que no escatimo el trato ni presumo de vestiduras —¿no lo han notado ya?—; sepan que he descubierto un gentío de lectores que me tienen por bien y a otros tantos dignísimos lectores que me asombran por su sapiencia y su amplio corazón. ¡Que esta provincia alberga en su centro minerales de elementos exquisitos!

¡Tantos me han desaconsejado seguir este camino! ¡Tantas veces yo mismo insulté este generoso suelo por despecho! ¡Ah, Dios mío, qué tanto mal nos ha hecho la globalización! ¡Basta tan solo ubicarse en un mapa como para que todo el milagro de una vida se vea azorado y disminuido! ¡Tan a la letra nos hemos creído aquello de ser de provincias! ¡Vaya cosa, lectores, amigos míos, ahora resulta que al porte lo determina el ancho de una porción de tierra!

 

 

Pero detengámonos. ¿Se han puesto ustedes a pensar en todos esos mendocinos descollantes que han infundido las almas de los hombres a lo largo de todo el globo? Quedaría tan solo recordar unos pocos nombres: Joaquín Lavado, Antonio Di Benedetto, Armando Tejada Gómez… Artistas populares, artistas que aumentaron el acervo del mundo y se hicieron de todos. Artistas que no tuvieron el marcaje de provincianos porque eran de porte universal (que todos somos universales).

Por eso que llego a pensar más de una vez, al igual que cantaba mi compañero Arlt, que:

«Aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...».

Porque estimo que el que declara la ceguera de sus convecinos es quizá el más miope de todos y quien más distante se encuentra de la verdad. Porque a veces no se trata más que de la manifestación de uno de los pecados más extendidos del orbe: hacer de la propia ceguera una ceguera colectiva.
 

 

 

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