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Hablar por hablar, ese vicio festejado

Abrir la boca para nada

18/06/2022 08:56

 

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Alguna vez escribí —no sé dónde—, con base en mi incesante exigencia, que siempre me encuentro apremiado por la necesidad de establecer un pensamiento edificante; recuerdo haberme preguntado si acaso podría llegar a ser «tan explotador de mí mismo», y el caso es que las más de las veces lo soy.

Bueno, para ser del todo sincero, debo decirles que hace ya algunas semanas encuentro algo exangüe mi músculo literario, cosa que se debe más bien a una que otra complicación, ¿cómo llamarla?... «mundanal». ¡Sí, del mundo! Ya no mis exigencias particulares, sino las exigencias de la vida en sociedad que nos sitúan en el incómodo lugar de sobrevivir (quizá mejor vendría decir «sobrevivirnos», sobrevivir más allá de nosotros mismos, que ya es pedir demasiado).

Antes de ir al punto, permítanme una necesaria digresión. Algunas veces, he tenido la oportunidad de escuchar los ¿elogios? de aquellos que me leen; suelen preguntarme de dónde saco yo material para elaborar mis escritos, de dónde saco las ideas. En fin, el hecho es que no puedo ser en el acto del todo sincero al saber —como cualquier escritor consecuente— que uno representa en los demás una imagen que se presta fácil al equívoco; quiero decir, uno no puede decepcionar de una manera tan espontánea, no resulta decoroso (y es por eso que lo pongo por escrito).

Verán ustedes, en rigor yo no tengo tantas ideas; me prefiero alguien de ideas pocas pero bien trabajadas, escrutadas con inquisitivo y aguijoneante rumiar, incluso al punto de que no pueda considerarlas «ideas» por el simple hecho de evitar su cristalización. Sí, lo sé, sueno embustero como tantas veces, pero quiero decir que, de tanto pensar, las ideas se me volatilizan y regresan a su estado original: el pensamiento. Soy alguien que rebulle pensamientos, ni más ni menos, pero no alguien de ideas cabales, no un alguien con ideas olímpicas, marmóreas.

 

 

Con todo esto quiero decir que suele ocurrirme eso de no saber qué diablos decir, o mejor: no tener qué diablos decir (es más honesto y juicioso asumirlo de esta manera). De acuerdo, mi trabajo va de ofrecerles un artículo cada semana, pero también procuro alcanzar un verdadero motivo, un genuino motivo para brindarles mis palabras, y me siento poco menos que un estafador si acaso no doy con algo estimable. Sería un riquísimo y saludable ejercicio eso de no prodigar palabras si no existe fundamento (fundamentos que, por otra parte, no suelen abundar si se mira bien).  Y aquí, lectores míos, vamos a dar por fin con el quid, con el punto esencial.

El caso es que hace no mucho tiempo decidí afincarme en Twitter, principalmente para lograr acercarme un tanto más al mundo, ¡y qué flagelo más impensado eso de acercarnos al mundo a través de la virtualidad, siendo lo virtual un no-espacio! Pero allí me verán día tras día: paciendo tonterías y llenándome de hartazgo y sopor, siendo este último, ¡y claro!, un estado derivado del primero. Todos escupen sus decires sin el menor remilgo, sin la menor culpa, ¡con tanta soltura! ¡Hablan todos y al mismo tiempo! ¡A que no viene extraño eso de que hayan decidido representar esa red social con un pajarraco!

Pero es tal nuestro estado de cosas; a tal grado ha llegado nuestra actualidad que es norma… ¡peor!, que modula la opinión popular la tendencia que marca esa abyecta red social. ¡Así es! Periódicos, noticieros, programas de televisión, ¡qué cosa no se sirve de Twitter para elaborar su contenido! Pero lo peor, mis queridos, lo peor de todo es que esta red ha institucionalizado a los opinantes, se trata del elogio de la opinión a secas. No importa el qué, no importa el cómo, nada importa ante la imperiosa necesidad de gorjear necedades, vacuidades. Chacharear, ¡chacharear hasta la muerte!

 

 

¡Si supiéramos el valor que poseen las palabras y los valores que son capaces de preservar! ¡A qué grado dilapidamos nuestros dones! ¡La palabra es lo primero! La palabra: revestimiento y carozo del mundo; centro palpitante: corazón del sentido.

Y así, dando curso a una tentadora inclinación que suele abordarme, puedo reflotar algo que escribí hace ya mucho tiempo:

«Las palabras también laceran, también aniquilan. Son armas —armas fáciles y populares—, pero son armas elegantes (por eso las más de las veces pasan desapercibidas)».

¡Cuidemos el discurso! ¡Cerremos la boca! ¡Sí, callemos! ¡Callemos en favor de la palabra!

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