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El rayo de la pena

La tribulación y sus señales

29/03/2023 23:36
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Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

Hace pocos días, hojeaba la inestimable obra del buen Miguel Hernández, ese poeta apagado; ese poeta al que apagaron, digo, en la flor de la edad y que algunos pretenciosos tienen la mala costumbre de llamar «malogrado», como si por ventura no fueran demasiados los dones que supo entregarnos en tan poco tiempo. ¡Pretenciosos lo que siempre esperan más de lo que ha sido! (Pero ese es otro cuento).

Leía a Hernández y me admiraba de la cantidad de veces que usó la palabra «rayo» en sus poemas. Resulta natural que siendo pagano, de los pagos, como era, su poesía mane algo de bucólico, de silvestre, de una radical naturalidad; Miguel bebía continuamente de la cruda y viva realidad del paisaje.

El caso es que así he venido yo a sentirme, como atravesado por un rayo, y es tal la razón que acicatea mis palabras. Resuenan por los campos de mis confines sus cantos: «¿No cesará este rayo que me habita?». Y el caso es que su sensibilidad, exacta como un péndulo exquisito, estaba acertadísima: la vida misma es un rayo a todo transversal, y sus reveses un coletazo de implacable filo. Porque ocurre que la vida morigera, mengua ocasionalmente su intensidad y es entonces cuando su enérgico remanente nos asesta un golpe casi mortal.

Así yo: detenido, tullido por una saeta que me ha dejado a las lindes de la pena, mirando como a un abismo sin ojos. Me encuentro seco de palabras, como herido en el centro mismo de mi principio espiritual.

 

 

¿Y por qué «rayo»? Porque se llegó hasta mí al principiar el día, de súbito, violento y puntual, hasta esta hora de la noche en la que siento no tener justificación alguna ni remisión. Justificación para escribir lo que escribo; remisión, por saber que llegará a ustedes que son a todas luces inocentes. ¿Sacarán algo de estas mis palabras? ¿Podrán tocar la superficie reblandecida en la que he devenido por intemperie y descuido? Soy casi un corazón sin cavidad, un corazón abierto al abierto cielo oscurecido.

Casi no puedo ahora pensar en otra cosa que no sea que necesitamos la tristeza como refugio; que necesitamos, digo, algún sitial donde se dé acogida a las dolencias del espíritu. Pienso que cualquier cuna religiosa es de buen provecho para estos menesteres, pero estamos desacralizados y debemos asumir nuestra situación de desamparo y desahucio: en nada posamos porque hemos desmantelado el sentido. En cambio, tenemos al alcance toda suerte de recetas para la felicidad más chabacana y desabrida; tenemos al alcance el espurio brillo de la abundancia terrenal que no es más que el opio más sustantivo, no más que la apostasía definitiva de la vida.

 

 

El refucilo del dolor es incapacitante, pero lo es en tanto hablemos de la vida al uso. Para los movimientos de suyo esenciales, para la contemplación de la pureza de la vida es una bendita señal. El detenimiento brusco que sesga nuestra vida y nos paraliza, nos regala un tiempo de eternidad: nuestro espíritu se avienta del cuerpo y se siente; un rompimiento brutal nos hace emerger lo que tenemos de más vivo en nosotros. Es por ello que la pena es un estado de ensimismamiento las más de las veces inexplicable; no se trata de que uno «siente el dolor en el alma», uno es todo alma y es por esto que tanto cuesta hacerse entender: ¿Cómo resultaría posible articular el lenguaje cuando lo que nos domina trasciende todo lo conocido? ¡Claro, lo conocido! Porque, ¿cuántas veces somos a tal grado nosotros?

El rayo de la pena es un clamor divino de imponente silencio que, como bien decía Rilke, solo prueba que la vida no nos ha olvidado, o, como prefiriera Lewis, no es más que el megáfono de Dios que implanta la bandera de la verdad. Como fuere, el dolor es una verdad inflexible y nosotros debemos alzar su sentido. ¡Debemos dolernos!

No importa ya si esto es bueno o malo, lo único importante es ser enjundiosos y echar al aire la moneda del destino, su vuelo siempre nos dará tiempo para elegir el lado correcto.

 

     
 

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