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«El estafador de Tinder», un psicópata festejado

El inverosímil pero triste caso real de un psicópata que pasea a sus anchas por el globo, a la vista de todos... aplaudido por todos.
Nota: 8 sobre 10 (Notable).

21/02/2022 17:50
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Comencé a verla con cierto descreimiento… ¿Por qué? Pues, porque las más de las veces  peco de pedantería. Sin embargo —y por suerte—, esta obra me dejó muy sorprendido (más que ‘muy’).

No pude dejar de revivir los acontecimientos sufridos —durante largos años— gracias a Jorge, un psicópata de ley. ¡Claro, yo también tuve al mío! Ocurre que nadie filmó un documental por ello, pero llegado el caso… En fin, que cualquier sujeto con tales características será siempre digno de una película. Así, podré citar a mi hermano, psicólogo él:

«Realmente, los psicópatas son una especie extraordinaria (en toda la dimensión del término)».

Y por eso, por mis experiencias personales, por mis pareceres al respecto, por todo lo que se encuentra más allá de esta película es que no sé muy bien por dónde comenzar y menos todavía hacia dónde me dirijo, porque lo que aquí tratamos excede nuestras pantallas. Esta obra trasciende los límites de su medio y nos interpela, ¡vaya si nos interpela!

 

 

Aproximaciones argumentales

Este documental nos habla de ¿Simon Leviev?, un ¿multimillonario? que se ¿dedicaba? (sí, queridos lectores, los signos de interrogación son necesarios; luego verán ustedes por qué) a conquistar mujeres a través de Tinder. ¡Sí, Tinder! Esa aplicación del fueguito, de la llamita, que sirve para concertar citas ¿amorosas?... De acuerdo: las verdaderas protagonistas son en verdad Cecilie y Pernilla —dos víctimas de Simon—, y serán las encargadas de introducirnos en las (sus) inverosímiles pero (y por eso mismo) terribles historias. El proyecto de este documental nació luego de que se diera a conocer en VG, el medio más importante de Noruega, la historia de estas muchachas. 

Pues bien, todo lo dicho puede deducirse con tan solo atender el nombre de la película, pero, si acaso quiero preservar el desarrollo del film para que ustedes vean por sí mismos de qué se trata, si deseo que vayan descubriendo la historia sin intermediaciones, es preciso que no diga más al respecto.

 

 

Los entresijos de la crueldad

Felicity Morris, productora de televisión, ha llegado a nosotros con su ópera prima. Verdaderamente tiene pulso; puede verse cómo esta mujer lleva el formato TV bien adherido a sus pieles (algo por demás consecuente, tratándose de un trabajo distribuido por Netflix). Si bien no se trata de un documental… ¿cómo podríamos decir? «Creativo» (siempre pensando en obras como las del excelentísimo Oppenheimer), sí podría uno asemejarlo a otros como The Thin Blue Line (1988), ya que —y aunque no estoy diciendo aquí que tenga los mismos, exactos méritos— corre con la suerte de tener ese corte clásico, que procura servirse más de los giros propios de la historia que del recurso cinematográfico.

En términos formales este documental es suficiente, se basta a sí mismo: el formato no pide mayor osadía; sin embargo, quizá es algo presuroso. Dado que aborda una historia riquísima en matices, nuestra directora parece querer colocarlo todo, mostrarlo todo en un compendio que, en rigor, solicita mayor detenimiento. Esto puede verse bien si nos enfocamos en el desarrollo de la historia durante los primeros 30 minutos. Morris intenta «embrujarnos»; desea involucrarnos con el enigmático personaje Simon, para hacernos caer también a nosotros en el embauco. No obstante, es aquí donde yo veo que el film requería algo más de pericia, algo más —para ser justo con mis palabras— de delicadeza; requería introducirnos con mayor artificio en la historia, para que nuestros horribles prejuicios llegaran a quedar lo más al margen posible de los acontecimientos (y esto será debidamente aclarado en el apartado siguiente).

La historia es encantadora, casi como lo diría Cecilie: «tiene cierto magnetismo» (y, tratándose de un personaje como Leviev, no puede extrañarnos). A medida que pasan los minutos todo se vuelve más y más irreal, al punto de preguntarnos si acaso no se tratará de un inteligente producto generado para contentar y avivar el aletargado juicio de los consumidores del streaming. Pero, queridos lectores, no puede ser más real, y es ese el broche de oro.

Lo que más destaco de la obra es que nos permite disponer minuciosamente de los relatos urdidos por Simon en cada oportunidad, y los videos y fotografías que muestran lo que en verdad estaba ocurriendo. Quizá esto último sea el verdadero aporte y la significativa diferencia en relación con otros documentales del estilo. Lo único que su servidor llega a echar de menos es cierto suspenso, cierta parsimonia. Quizá Morris haya tenido algún temor de resultar cansina para la masa consumidora al ofrecer un metraje de casi 2 horas, pero yo estimo que la obra hubiese aprovechado más todo lo que tenía para contar si hubiese caminado a paso lento y decididamente furtivo. Creo incluso que, si nuestra directora hubiera querido, podría habernos dejado engañados para siempre, pero también, no haber optado por ello, puede deberse a la marcada intención denunciante del film…

Como sea, es un documental valioso. ¡Bravo, Felicity!

 

 

Implicancias

El gran, enorme problema de esta película es que es una película. Me extraña sobremanera cómo casi nadie ha reparado en el hecho de que se trata de un psicópata; que Simon Leviev es un psicópata evidente. Ya les he sugerido cómo yo mismo —aunque, claro: no solo yo— he tenido que sufrir a un Simon (Jorge), y es gracias a ello que sé muy bien de qué clase de persona se trata y cuáles son las —¡precisamente!— implicancias de tratar con personalidades semejantes. 

En el film se muestran algunas de las repercusiones posteriores a la publicación de la noticia periodística que le sirve de fundamento. Las personas —un considerable número de ellas— se mostraron y, según he visto en críticas y análisis recientes, todavía se muestran reticentes a empatizar con las víctimas, y este es uno de los puntos que deseo tratar en relación con el apartado anterior. La poca delicadeza que ya acusé haber notado es lo que, a mi juicio, hace descarriar un poco al conjunto; estimo incluso que Morris debe haber presumido que empatizaríamos con las víctimas acaso por el solo hecho de ser inocentes, y hasta tal vez por el hecho de ser mujeres… pero no hay cosa más alejada de nuestra realidad. Los comentaristas de la Internet no hacen más que cuestionar duramente que Cecilie y Pernilla han sido avaras, codiciosas; que se han dejado llevar por la opulencia y que, dado que no son más que unas viciosas, merecen todo daño infligido. Ya se ve: el juicio no se encuentra necesariamente ligado al género, se encuentra ligado tan solo a nuestros borrosos parámetros morales. Si nuestra directora hubiera sido algo más astuta (en el sentido más riguroso del término) para contarnos la historia, podría haber prescindido de algunos pormenores para engañarnos a nuestro favor, al igual que el médico que nos aplica un tratamiento desagradable en pro de nuestra salud.

Lo que debe quedar claro aquí —y es por eso que tomo una digresión de la cual tal vez no regrese— es que, cuando hablamos de una personalidad psicopática, hablamos de algo todavía en sombras; hablamos de una realidad que los más consideran inexistente o de película (¿ven ahora cuál es el problema de acceder a esta realidad a través de la pantalla?). Debe quedarnos claro que, sujetos como Simon Leviev (o como desee llamarse) funcionan de una manera absolutamente inimaginable para el ciudadano común, pero ante la cual el ciudadano común se encuentra absolutamente servido, tanto como si no se tratara más que de «ovejas en medio de lobos». Debe quedarnos claro que somos incautos y todavía nos vanagloriamos, lo que me recuerda ahora a Agustín de Hipona: «¡Tan ciegos son los hombres, que hasta se enorgullecen de su propia ceguera!».

Y debemos atender incluso que el problema, más que los Jorges y los Simones, más que esas personillas despreciables, son (somos) todos aquellos que, viendo lo que hacen, lo consideran simpático, risible, extravagante, quizá fuera de lugar, pero nunca condenable, despreciable, digno de cárcel perpetua. La tonta cortinilla moral que cada uno de nosotros lleva delante es la peor de las distorsiones todas; esa que nos impulsa a creer que las cosas que le pasan a la gente son cosas que ella misma se ha granjeado y que incluso ha llegado a desear (esas ponzoñas con pretensiones psicológicas que solo creen los holgazanes de pensamiento, ¡que son tantos!). El problema máximo es considerar que el mal, que la vileza, tiene aspecto, que se corresponde con algún signo fisonómico e incluso con determinados sectores sociales, ¡patrañas! ¡El mal está en todo sitio y a cada momento! (Y tan cerca, que también dentro de nosotros). En este caso: el mal que cometemos es el de ser ociosos y pedantes (que, en mi caso, se encuentra sumido y, por eso mismo, combatido). El mal nuestro es la subestimación y la indiferencia (que son una misma y sola cosa).

Porque, mis queridos lectores, todos estamos a merced del destino, ¡pero todavía lo estamos más del engaño! Porque los psicópatas no operan tan solo en Tinder; porque no necesariamente se trata de asesinos despiadados o depredadores sexuales; porque no son «enfermos mentales»; porque no tienen un rostro particular ni se comportan de manera indebida; porque aparecen tan comunes como los más comunes de entre los mortales. ¡Porque el mal existe!… Ocurre que nosotros le volvemos la mirada.

Para cerrar esta extensa digresión —¡que ya les había avisado!— citaré las palabras de la última novela de William March, The Bad Seed (1958), que debo a mi querido hermano Nahuel:

«La buena gente no suele sospechar de los demás: no pueden imaginarse al prójimo haciendo cosas que ellos son incapaces de hacer; normalmente aceptan como explicación lo menos extraordinario y ahí se acaba todo. Por otro lado, la gente normal se inclina por ver [al psicópata] con un aspecto tan monstruoso como su mente, pero no hay nada más lejos de la realidad. (...) Esos monstruos de la vida real suelen tener un aspecto y un comportamiento más corrientes que sus hermanos y hermanas normales; presentan una imagen virtuosa más convincente que la virtud misma, de la misma manera que una rosa de cera o un melocotón de plástico parecen más perfectos al ojo que el original que les ha servido de modelo».

PD: Si creen que estas son palabras de un tonto exagerado, o quizá palabras de un muchacho malherido que no guarda más que confusos resentimientos, los invito a visitar el perfil @simon.officialll1 de Instagram, luego de ver este documental.

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