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Irse para siempre… volver

09/10/2021 19:41

«Nadie se va de Mendoza aunque piense que se va», así reza uno de los bellos poemas que nos ha dejado Armando Tejada Gómez, pero no crean que este escrito se cifrará en esa nostalgia tan remanida que muchos creadores de nuestra tierra han ensalzado —aunque la nostalgia, las más de las veces, sea una compañía irrenunciable—.

 

Por Alé Julián Sosa, Especial para Jornada

A mí me interesa sobremanera hasta qué punto podemos llegar a echar raíces, que nunca llegamos a experimentar el anhelado desarraigo (eso, salvo algunos contados y no menos extraños casos que he tenido la oportunidad de conocer). Casi de inmediato aborda mi pensamiento otra frase, en este caso de Faulkner: «El pasado nunca muere. Ni siquiera es pasado», frase que con justa razón regocija al psicoanálisis —pero cabe destacar su verdad ineludible—.

Casi pareciera que no llegamos a desplazarnos gran cosa del primer movimiento significativo de nuestra vida, tanto que yo he comenzado citando al bueno de Armando y lo que más recuerdo de mi infancia —y por supuesto, de Mendoza— son aquellas peñas a las que acudía con mi padre, que parecían durar todas las eras, y que aún me acompañan con su halo nocturno, cunado por una brisa de azahares y paraísos ¡y es considerable lo poco que puedo sustraerme de tan vívidas sensaciones!

No, no nos movemos gran cosa, y yo conozco de primera mano un caso ejemplar. Se trata de un querido amigo que hace poco ha vuelto a la provincia luego de irse a buscar una nueva y mejor vida más allá de las fronteras (y yo aprovecho la ocasión para pedirle disculpas por tener la extraña fijación de recordarlo en más de un escrito). El caso es que mi amigo volvió casi al cabo de un año, demostrando una suerte —al menos eso sentí yo— de retoño de entusiasmo y para nada un semblante de vencido, como el que regresa rumiando un fracaso. ¡Y todo esto es fundamental!, porque he sido yo mismo quien se ha ido del país hacia las costas mexicanas, junto a mi amada Johana, para luego volver reverdecido a beber de las aguas de siempre.

Es cierto, al menos en mi caso la vuelta no fue del todo grata, ya que ni bien llegados comenzó en el país el declive económico del cual todavía no nos recuperamos (¿alguna vez nos hemos recuperado?) y yo hube de buscar los más variados trabajos que, en el mejor de los casos, duraban algunos meses, ¡fue algo insoportable! Pero debo decir que volví con la mirada un poco más limpia; volver implicó una renovación de miras, y entonces resulta lógico que hubiera pensado aquella frase: «con debida perspectiva todo es mirado con justicia, y la correcta distancia nos proporciona consecuente claridad». ¡Y es claro! Volver propició que refundara todo aquello que, a fuerza de inmediatez y continuidad, perdió su riqueza —o perdí yo, como por un proceso sedimentario, la capacidad de renovarlo todo a cada instante—.

Pero yo no me fui todo lo posible, al llegar había una parcela con mi nombre y las simientes me esperaban prestas, incluso apuradas para siembra. ¡Pero mejor todavía!, casi como por descuido había dejado caer algunas tímidas semillas antes de mi partida, que germinaron con el dulce rocío de la esperanza (y no debemos olvidarlo: ‘esperanza’ tiene su origen en sperare, en ‘esperar’). Me esperaba entonces el plantío con el verdor inalterado.

Queridos lectores, casi nunca nos vamos lo suficiente. Si alguien se ha ido a buscar Las Indias, bendigan su partida si los vientos soplan con brío; si sus amores se han marchado en busca de la vida, apoyen la valiente búsqueda, porque nadie se va nunca. Y si acaso no regresan, si acaso demoran mucho en volver, no descuiden las semillas, ni el arado, porque nadie sabe nunca en qué momento brota una flor de regreso.

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