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Depender de la tecnología: apurarse para no quedar obsoleto

19/10/2021 15:24
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Por Alé Julián Sosa

 

Tenía la tierna intención de escribir aquí sobre la percepción de la belleza, pero debo informarles con tristeza que esas alturas quedarán relegadas al próximo viernes, ya que aconteció algo que no puedo pasar por alto. Ayer, caminando por una plaza de la ciudad, recibí una notificación en mi celular que me dejó turbado: «Luego de un mes, WhatsApp dejará de funcionar en este dispositivo». Leí la disfrazada amenaza y casi maquinalmente marqué la cruz del vértice derecho y proseguí mi camino. Sin embargo, luego de algunos minutos una creciente sensación de agudo malestar se apoderó de mí: «alguien» me había advertido caprichosamente, sin condiciones y sin derecho a réplica, que mi futuro se encontraría coartado porque sí.

A estas alturas es algo ocioso recalar en el término «obsolescencia programada» pero ocurre que de eso va la cosa. Mi celular, con tan solo cinco años, ha pasado a la historia; en treinta días pasará a formar parte de lo dispensable, lo demodé, lo anacrónico, lo viejo. ¡Viejo! ¡¿Viejo con tan solo cinco años?! Y ocurre, queridos lectores, que a mí me produce una horrible sensación todo esto. Vayamos más despacio para comprender mi punto.

 

Desde sus inicios, el hombre acostumbra procurarse todo tipo de instrumentos que hagan más llevadera su vida, tengan estos la naturaleza que sea: armas, utensilios para manipular alimentos, ¡incluso la propia vestimenta!, y no es extraño encariñarse con cualquiera de los mentados objetos a fuerza de cotidianidad. Uno, pongamos por caso, se levanta de la cama y acude casi de inmediato a prepararse un café en su taza predilecta. Una persona cualquiera observaría tal comportamiento y podría estimarlo intrascendente, pero es todo lo contrario. Ocurre que la taza no es «una taza», ¡es «la nuestra»! Esa que nos ha acompañado por años y que se ha convertido en símbolo, en el símbolo del primer beso del día. La taza, entonces, no es más que la fundición de un proceder con un hondo significado: es la representación de cada nuevo despertar.

 Lo que digo con esto —y, por favor, que no se me malentienda— es que las llamadas cosas, más todavía aquellas que nos acompañan día a día, muchas veces se nos parecen, o las hacemos como nosotros, por la incesante relación que establecemos con ellas. Es innegable, entonces, atribuir al celular —pese a todos los defectos que incluso hemos tratado levemente en otra oportunidad— cierta característica personal (mal que me pese), por lo que no sería extraño verse reflejado en la porción de tiempo que el aparatejo ha permanecido prendado a nosotros —o del que nosotros hemos permanecido prendados—. ¡Entonces sus cinco años son nuestros cinco años! Y por lo tanto es dado pensar que su obsolescencia nos refleja en algo. ¡Esta tendencia al consumo es insultante por decir poco! ¡Y para colmo debemos tolerar que se nos empuje como borregos hacia las puertas del centro comercial para adquirir un nuevo teléfono cuando a la Corporación X se le ocurre!

No es raro, no lo es. Uno mira hacia su costado y donde no ve una cirugía estética ve un filtro digital; los rangos etarios se han dilatado a tal extremo que pareciéramos vivir en un mundo de adolescencia perenne (que, por otra parte, deja ver su decadencia y sus fallas); constantemente nos apuramos porque el mercado ya no ejerce presión desde- sino que lo llevamos en- como una pegajosa amonestación interna. Cada quién es un escaparate y su campo de acción son las redes sociales, traídas a nosotros por estos peculiares dispositivos que ahora incluso nos informan sin escrúpulos cuándo debemos cambiarlos. ¡Siento una incontenible repugnancia!

¡Debemos apurarnos, pero en sentido contrario! Debemos reaccionar antes de que este mundo hiperestimulado nos arrolle. Debemos frenar con decidida voluntad este embiste funesto de la hora contemporánea que dura poco y vale todavía menos. ¡Nadie puede decirnos cuán viejo es lo nuestro, porque ha sido ganado a fuerza de vida y nada hay que valga más! ¡No estamos obsoletos ni lo estaremos! Y si acaso las voz abstracta de los pueblos alguna vez ha dicho algo verdadero, atendamos con reverencia la sentencia: ¡No hay mal que dure cien años! ¡La que quedará obsoleta será la época del useytire! ¡A ella debemos declararle la obsolescencia!

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