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La noche del Apocalipsis

03/10/2020 20:48
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Era el día de la despedida del verano, aquel jueves 20 de marzo de 1861. La noche llegó apacible, invitando a la contemplación, al descanso, al diálogo menudo y ameno



Por Jorge Sosa / Mendoza te cuenta

Muchos vecinos disfrutaban de la oscuridad en sus veredas, sentados, mateando y fumando; algunos cumplían con la última misa, y en el Club del Progreso había muchos “cogotes largos” despuntando el vicio de los naipes y la buena bebida. De pronto un sonido profundo, como de “carros rodando sobre piso abovedado”, de pronto un ligero movimiento sacudiendo la modorra del verano que se iba.

“Está temblado”, dijeron los que cargaban alguna experiencia. Pero lo leve comenzó a crecer y el movimiento se hizo insoportable por todos, por personas, animales y casas. La tierra se sacudía con violencia, se volvió loca la tierra y comenzaron a caer las paredes y a escucharse los primeros gritos de dolor o de auxilio. Un minuto tal vez, tal vez un poco más, pero un minuto implacable, destructor, aniquilador. Las casas se venían abajo como si fueran de cartón, las torres de las Iglesias desaparecieron.

El caos se apoderó de todo, muchos gritaban buscando a los suyos entre los escombros, había clamores que venían de abajo de ellos, los llantos brotaban como las grietas, la locura se hizo con varios, y los techos y las paredes seguían cayendo. Un minuto exterminador. Muchos pensaron que había llegado el apocalipsis que prometían los libros sagrados. Después la tierra paró, pero no cesaron los gritos, los aullidos de los chocos aterrados, el silencio se vistió de angustia. Mendoza era un espanto.

El polvo se adueñó del aire y tapó a la Luna. Mujeres casi desnudas, hombres llenos de tierra y de sangre, caminando como zombis por sobre los escombros tratando de encontrar a los suyos. Hombres arrastrando cuerpos, otros escarbando con sus dedos tratando de llegar al origen del clamor. Sacerdotes rodeados de llorosos que pedían la absolución. La confusión mandaba en todas las calles, en todas las casas, las pocas calles que se podían transitar, las pocas casas que quedaron en pie.

Comenzaron los socorros pero también los incendios, pero también las inundaciones. No se podía hacer mucho, los carros no entraban porque los escombros cubrían las calles y aunque entraran ¿dónde llevar a los heridos si no quedaba nada? Las velas encendidas en las casas propiciaron los incendios y entonces la tragedia fue de la tierra y el fuego. Las llamas consumieron lentamente lo que el temblor había dejado en pie. Muchos canales se vieron atascados por los escombros, se salieron de madre y anegaron, entonces la tragedia fue de tierra, fuego y agua.

¿Quién podía organizar algo si la mayoría de los funcionarios habían muerto? ¿Quién estaba en condiciones de prestar ayuda si todos la necesitaban? No había auxilio posible, ni organización, ni policías, ni médicos, ni enfermeros, no había nada. Solo dolor y temor. Las réplicas se sucedían y los ladrillos seguían aumentando las víctimas. Era el espanto más grande que se puede imaginar. Fue la noche más larga de la provincia. Con las primeras luces del amanecer los ojos de los vivos pudieron dimensionar el horror. Mendoza, la pintoresca Mendoza, la Mendoza aldeana de gesto amable y andar pausado, ya no existía. Se había derrumbado a las 20.36 de aquel día de adiós al verano. La ciudad fue entonces un gigantesco cementerio.

El espanto siguió por varios días, el gobernador Laureano Nazar había huido a Barriales, fue denostado por eso, pero aunque estuviese in situ nada hubiese podido hacer porque estaba destruido, había perdido a tres de sus hijos en la catástrofe. Los días siguientes fueron igualmente devastadores. No había agua potable, ni comida y comenzaron los saqueos. Se impuso el estado de sitio, y Olascoaga y los pocos soldados en pie tuvieron que detenerlos a balazos. Los saqueos eran incesantes. Tuvo que implantarse la pena de muerte y, aunque no hay datos que lo comprueben, hubo informes de algunos fusilamientos.

Se improvisaron endebles hospitales en la Plaza Mayor y en La Alameda. También hubo destrozos magnos en Guaymallén, San Vicente, Luján y el Valle de Uco. El futuro se iba a encargar de ponerle dimensionar la tragedia: sismo de grado 7, 2 en la escala Richter, X en la de Mercalli. El epicentro del sismo tal vez justo en el centro de la ciudad o muy cerca de él. 47247 muertos sobre una población de 11500 vecinos. Mendoza iba a tener que invertir muchos recursos y esperar muchos años para levantarse otra vez.

Personajes célebres murieron esa noche fatídica. Martín Zapata, diputado provincial a la Convención Constituyente de 1853 en Santa Fe; August Bravard, maestro de Ballofet, quien había predicho el funesto evento. Adolfo Calle quien con el tiempo iba a fundar el Diario Los Andes perdió a sus padres y a once hermanos.

Aun dos años después del gran sismo se podían advertir restos humanos debajo de los escombros. Nunca una hecatombe sacudió tan brutalmente la provincia, nunca. Todavía pueden encontrarse vestigios de aquella noche horrible, tal vez la noche más horrible que haya tenido nuestro país en los aledaños de la Plaza Fundacional, más precisamente en las ruinas de lo que entonces era la Iglesia de San Francisco.

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