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«Boleros Sinfónicos»: un éxtasis musical

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«Boleros Sinfónicos»: un éxtasis musical

Ni bien el telón desplegó sus alas, tuve un espontáneo rictus de alegría: la banda, 18 músicos maravillosamente distribuidos, casi como efigies de un alto ceremonial, permanecían inmutables frente al sugerente vaho del ambiente, surcados por finas hebras de humo que ondeaban como en la bruma de un sueño.

15/06/2022 11:44
Una noche de nostalgia y amor sincero. | Foto: Elyss Cordón.

 

Caminábamos con Johana rumbo al hermosísimo Teatro Mendoza. Recuerdo que la última vez que fuimos a una de sus presentaciones estaba papá sobre el proscenio; fue en la inauguración, en abril de 2019. Luego, llegaría la sombra de la pandemia y su ineluctable manto de incertidumbre. Después de tantos años, el teatro reabría su telón para cerrarlo pesadamente como una cortina de angustia.

Quizá, por ese retraimiento que tanto me inspiraron los años de encierro; quizá, digo, por esa suerte de inercia mortal que inspira el aquietamiento, fui quedándome más adentro y el intercambio social se me fue desmoronando. Fue la noche del domingo cuando volvería a abrir los ojos al mundo nuevamente. Fue en la noche de Boleros Sinfónicos cuando se anunció mi despertar.

 

El interior del teatro. | Foto: Municipalidad de Mendoza.

 

Prolegómenos de una noche dulce

El sábado, cerca del mediodía, en medio de una entrevista, Juan Pablo Moltisanti me invitó a asistir al evento. En verdad, no podía haber ocasión más propiciatoria; yo había imaginado una cita con mi amada Johana, ¡¿qué mejor que fuera una noche de boleros?!

La primera impresión fue grande. Había una extensa cola de gente para ingresar al teatro, ¡cuánto hacía que no veía yo concurrencia masiva a un espectáculo de artistas locales! A este respecto tengo, pese a todo, otras tantas palabras, pero he de decir aun ahora lo que pienso: se trate de quienes se trate, en nuestra provincia solemos ser algo descreídos de nuestros artistas.

La Providencia —que no puedo ponerlo de otra manera— nos situó exactamente al centro de la sala, ubicación privilegiada, y la espera fue un in crescendo hasta la eclosión de los aplausos de un público visiblemente entusiasta. Al cabo de poquísimos minutos, las luces menguaron y comenzó a descorrerse el velo aterciopelado. Ni bien el telón desplegó sus alas, tuve un espontáneo rictus de alegría: la banda, 18 músicos maravillosamente distribuidos, casi como efigies de un alto ceremonial, permanecían inmutables frente al sugerente vaho del ambiente, surcados por finas hebras de humo que ondeaban como en la bruma de un sueño.

 

Al comienzo de un sueño. | Foto: Elyss Cordón.

 

Una sucesión de nostalgias

Una luz de añil revestía el escenario; al centro: rozagante como una cariátide, se mostraba Lorena Miranda, la única voz —voz embriagadora— del conjunto. Sin siquiera moverse un centímetro, lo movía todo; sin gestos exagerados, nos exageraba de emociones. «Contigo aprendí que existen nuevas y mejores emociones…», Manzanero llenaba el ambiente del teatro; descubríamos a Lorena, nos llevaba hasta ella como una dominante, inevitable musa. Así es, ella nos inspiraba a nosotros; era ella la propiciadora. Luego, aquella obra de Lara que reanimó Luis Miguel: «Solamente una vez amé en la vida, solamente una vez y nada más. Una vez nada más, en mi huerto, brilló la esperanza…».

 

La musa: Lorena Miranda. | Foto: Elyss Cordón.

 

Se hizo un alto. Fue ocasión de que Lorena se dirigiera a su público: «Así me gusta cantar a mí: entre amigos, entre familia». ¡Y así era! No temo en asegurar que lo vivido la noche del domingo fue una experiencia personal, particular, íntima para cada cual; uno sentía que era una obra unidireccional: todo desaparecía y fulgía la estampa de Lorena, sola como única luz en la inmensidad. A tal grado, que la tercera canción, El Reloj —otra revivificación de Luis Miguel—, fue una exhibición de maestría. Todo: las cuerdas, el saxo y la impostación de Lorena, elevaron el espectáculo a un siguiente nivel.

 

De izquierda a derecha: Juan Manuel Ojeda, Diego Romero, Zurab Tchrikishvili. | Foto: Poly Castillo.

 

Después, una exquisita sucesión: Sabor a mí, donde el hammond de Moltisanti hizo presencia; La Mentira, aquella de Carrillo, donde las cuerdas se lloraban, y La Barca, de Aldemar Dutra (sí, otra reencarnación destellante de Luismi). Aquí, haré yo un alto. Creí sentir que algo ocurría con las cuerdas —y nótese que digo «creí» porque no soy un especialista—, fue cuando lo vi: Juan Pablo, desde el piano, una vez concluyó la canción elevó su mano viajera y realizó el gesto de «bajen un poco, un poco». ¡Qué pulso tan delicado, director! Emergió Cómo, la de Chico Novarro (¡¿cuál no reinterpretó magistralmente Luis Miguel?!), y se destruyeron todos los cánones: el clímax fue aquí. ¡Qué mirada holística la de Moltisanti! Lo ve todo.

 

Juan Pablo Moltisanti: el centinela del piano. | Foto: Poly Castillo.

 

También es de hacer notar que la anfitriona ofreció una delicadísima reinterpretación de una obra de la memorable cubana Gloria Esefan: Con los años que me quedan. Contaba Lorena: «Hace tiempo —más de quince años ya—, solía escuchar esta canción, y mi hijo, con dos años, bailaba al ritmo de la percusión… Movía las caderas; hacía mímica... Mi hijo, que hoy nos acompaña en este escenario con la batería». Los aplausos restallaban. ¡Qué ternura! ¡Y qué manera de resignificar una canción! Así se prometía a su hijo: «Con los años que me quedan por vivir, demostraré cuanto te quiero».

 

Felipe Insua Miranda, hijo de Lorena. | Foto: Poly Castillo.

 

¿Qué más? ¡Qué no! Una canción presente en un álbum que signó mi adolescencia: Lágrimas Negras, de Bebo y Diego El Cigala. Se trata de Veinte años, la habanera de María Teresa Vera, ejecutada entre Juan Pablo y Lorena, a piano y voz. Entonces, sugeriría Lorena que en Mendoza tenemos eximios artistas y que nuestro pueblo los merece; así, pensaba yo en aquella categorización aristotélica del arte, donde se aseguraba que no se trata más que de elevar a los espectadores; llevarlos hasta la katharsis, el modo de hacernos paladear el destino último de las cosas. De inmediato: Capullito de Alelí; Dos Gardenias (solo guitarra y piano), y Soy lo prohibido, con unos arreglos estelares. Continuaba todavía: un ingreso de cuerdas fastuoso en La gloria eres tú, rodeado de una luz bermeja; el de Expósito: Vete de mí, pero aboleradísimo (y que otra vez me llevó hasta Bebo y El Cigala), y Arráncame la vida, cuando eligieron homenajear a Fernando, pareja de Lorena, coreando el Feliz cumpleaños junto a toda la audiencia. Esto fue, queridos lectores, como lo anunciaba nuestra cantante: una reunión familiar.

 

Las poderosas cuerdas de la noche. | Foto: Poly Castillo.

 

La consagración de una noche espiritual

Quizá se pregunten por qué he elegido spoilear el recital, pero no deben molestarse, se trata de una gran obra de arte. Así es, desconozco si algún otro ha considerado antes que un concierto musical es una obra consumada, fijada como una pintura; obra que, luego de su cristalización, permanece única y eterna. Ya sé que les hablé de Aristóteles y demás, pero como yo no pretendo parecerme al estagirita ni mucho menos, puedo prescindir de sus categorías y estimar la cosa como mejor se me aparece. Por lo mismo, es oportuno comentarles que, como toda obra de arte, esta presentación se recrea a cada instante, a cada instante se presenta novedosa para el recuerdo, así sepa uno con exactitud qué canción sucede a otra y pueda anticiparse de alguna manera sobrenatural a cada imprevisto, como, por ejemplo, que hayan olvidado el vaso de agua para Lorena. 

 

Mirada desde el palco. | Foto: Elyss Cordón.

 

El tiempo escaseaba. La musa de la noche pidió al público que le sugiriera canciones, ofreciéndose de buena gana a cantarlas si «se las sabía». Fueron: Júrame, Toda una vida y Bésame mucho, momento en que emergió espontáneamente y con rotundidad gran parte de la banda. Cerca del final, Juan Pablo se retiró por un momento del piano para hacer una dedicada presentación de sus músicos. Allí noté otra cosa: Juampi es un orfebre, un fino artesano de la música, pero al retirarse del piano casi se va deslavando su imagen; rehúye el trato cuando lo sustraen de su elemento. Así se evidencia su humildad.

Para cerrar: Piel canela y A mi manera, donde Lorena habló entrañablemente de su madre y nos alertó: «A mí me la cantaba mi mamá. Ahora, está en el cielo. Pido que por favor escuchen a dos corazones y dos voces cantando», promoviendo —luego de concluir— al menos dos minutos de aplausos en un teatro por completo de pie. ¡¿Cómo no?!

 

Un público feliz. | Foto: Luis Quintero.

 

Nostálgica, la noche nos despedía con el inolvidable Quizás, quizás, quizás, de Farrés, que fue lo que me llevó a pensar en el título de esta crónica. Sabrán ustedes que la palabra éxtasis sugiere algo como encontrarse fuera de sí (en rigor: emplazarse en el exterior), pero también, andando el tiempo, fue tomando el cariz de una fuerte conexión con Dios, un arrobamiento espiritual; que el espíritu sale del cuerpo hacia el encuentro de lo divino. Y entonces surgió la incógnita. Quizás… quizás esta buena gente, más que desencajar mi espíritu, me lo devolvió.

Todavía lo estoy considerando con detenimiento.

Gracias, Boleros Sinfónicos. Gracias.

 

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