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45 años sin Ringo

22/05/2021 20:01

Se cumplieron 45 años de la muerte trágica de Oscar Natalio Bonavena, el más excéntrico y elegante de los grandes pugilistas que dio el boxeo argentino, además del más popular y llorado

Especial Jornada

Su vida consistió en una sucesión tan fugaz de combates, ocurrencias y extravagancias insólitas en un boxeador, que por todo ello pasó a la historia y próximamente trascenderá en una serie televisiva.

Esa vida fue interrumpida a los 34 años, porque lo asesinaron de un balazo en el corazón en Nevada, el 22 de mayo de 1976, cuando intentaba entrar por la fuerza en el local “The Mustang Ranch”. Joe Conforte, dueño del prostíbulo, dio órdenes expresas de disparar si Bonavena aparecía de nuevo por allí. Así que el chofer y guardaespaldas personal de Conforte, William Ross Bryner, se aseguró de que el grandulón no volviera más.

“Ringo” vivía en una casa rodante cercana al burdel, situado en las afueras de Reno, propiedad del matrimonio compuesto por Joe y Sally. Sally Conforte se había hecho manager de la ya decadente carrera de Oscar, y según su esposo y Robert De Carlo, el sheriff del lugar, algo más… Cosa poco creíble, a raíz de la diferencia de edad entre ambos. Otra de las versiones que corrieron es que Joe Conforte perdió dinero en las apuestas por “culpa” de Oscar. Sea como fuere, Bonavena murió instantáneamente a la entrada del lupanar a las seis y veinte de la mañana. Brymer sólo cumplió una condena de 15 meses. Aquel sábado 22 de mayo de 1976, los argentinos estábamos expectantes frente al televisor, a primera hora de la tarde, para ver la defensa del título medio pesado de Víctor Galíndez ante Richie Kates, cuando la noticia golpeó sin pedir permiso. Se mezclaban la inmensa alegría por la enorme victoria de Galíndez en Sudáfrica, y el tremendo dolor de la noticia del asesinato de Ringo.

El 25 de setiembre de 1942, cuando el sexto de los nueve hijos de un corpulento motorman y una robusta lavandera, irrumpió en el parto con casi cuatro kilos de peso, la madre exclamó: “¡Va a ser boxeador!”. Y cuando ocho años más tarde, convencida por las quejas del vecindario contra las bravatas del peor de los hermanos Bonavena, lo disfrazó para los carnavales de boxeador (con un ojo tiznado, desnudo y en short para que luciera su cuerpo fortachón), doña Dominga Grillo, lavandera de la casa de los Martínez de Hoz, estaba preparando el intuido futuro de su hijo predilecto.

Y Oscar, influido y marcado por los más que amorosos cuidados de la “mamma”, que a los 11 años y con 60 kilos lo llevaba en brazos al hospital para que le trataran los pies planos, abandonó la escuela, cansado de repetir grados, para ir a hacer pesas a San Lorenzo, de donde lo expulsarían por sus bromas de mal gusto.

A los 16 años, después de dedicarse a picapedrero y ufanarse de ser el más guapo de las tribunas de Huracán, pisó por primera vez un gimnasio de box. Pero se lo pasaba “jodiendo”, a tal punto que años más tarde, los hermanos Rago, sus primeros profesores, intrigados por las causas de su trágico final, recordarán también las “bromas pesadas” a las que era afecto. Como cuando a los 18 años, enviado a los Juegos Panamericanos de San Pablo, le mordió una tetilla al norteamericano Lee Carr, porque había prometido que a “ese negro se lo iba a comer”.

¿Y cuáles fueron, por fin, aquellas fechas o hitos memorables que jalonaron la breve vida de Ringo Bonavena, asesinado a los 33 años, la misma edad de Cristo, en que él dijo que moriría?

La primera, la del verano austral en 1963, privado de su licencia profesional por su “deshonrosa” actuación en Sao Paulo, Bonavena se vio obligado a exiliarse en los Estados Unidos, por entonces la meca de todo boxeador con aspiraciones. Y por una casualidad premonitoria, en aquellos mismos días nuestro querido e inolvidable comprovinciano Alejandro Lavorante, agonizante por los golpes recibidos, regresa a nuestro país a morir en Mendoza. Un año después, en enero de 1964, Bonavena entraría en la gran maquinaria norteamericana del negocio del boxeo, de la que saldrá muerto doce años más tarde, después de pasar por las manos de tres promotores. Le tocó asistir al que sería el acontecimiento mayor de su vida y el hito más trascendente de su carrera: la consagración de Cassius Clay, que con sus 22 años derrotó a un temido Sonny Liston.

La cuestión es que más que el estilo pugilístico de Clay, ágil como figura de ballet (e inalcanzable para un boxeador con pies planos), lo que deslumbró a Bonavena sería el estilo psicológico que desplegó el vencedor, para humillar a su adversario antes de la pelea, con apodos y ocurrencias verbales hirientes, de las que se apoderó Ringo para su uso, no sólo en su carrera boxística, sino en toda su vida privada y profesional.

Porque ese mismo estilo, que también convenía con su carácter bromista, es el que utilizaría años más tarde en Buenos Aires –después de varios triunfos por nocaut en Estados Unidos– para obligar a enfrentársele a Gregorio “Goyo” Peralta, el campeón argentino de los pesados, que ya lo había despreciado como sparring en el país del norte (“¡Ese tipo que nadie conoce, quiere hacerse un nombre a costillas mías!… ¡Que vaya a laburar!”).

Pero las provocaciones y las burlas que lo aguardaban en la Argentina se multiplicarían en diarios, radios y revistas (“¡Peralta, cobarde, peleá!… ¿Por qué me tenés miedo?… ‘Goyo’ no me quiere pelear. ¿Ustedes saben por qué? “Porque se ha escondido debajo de la cama!”) y llevarían al sanjuanino no ya a aceptar el desafío sino a batir el récord histórico de espectadores en el Luna Park (25.236 personas), además de ser la pelea más memorable de ambos. Ringo (así apodado por su flequillo igual al del baterista de los Beatles) Bonavena le ganaría contundentemente al ídolo peronista, por puntos en fallo unánime de los jurados, luego de derribarlo.

Ya siendo una de las máximas figuras del boxeo argentino, Leonardo Paludi le pidió a Lectoure una pelea grande para Mendoza, y Tito le dijo que le mandaba a Bonavena. Para Mendoza fue todo un acontecimiento la presencia verborrágica de Ringo, sus fanfarronerías y actitudes, que a veces lo alejaban de ser el gran ídolo. Así lo recuerda “Pancho” Wolfard, cuando en los entrenamientos de la calle Mitre dejaba plantados a los pibes que le pedían autógrafos. Como era de esperar, el estadio se colmó, y Bonavena le ganó por nocaut al bonaerense Roberto Véliz.

En esa época hizo una pausa, un intermedio en su carrera, para dedicarse al teatro como cantante y “showman” en una sala de la calle Corrientes, con Zulma Faiad y otras hermosas vedettes. Durante seis meses el teatro se vino abajo cada vez que el campeón argentino de los pesados aparecía cantando “Pío, pío”, con su voz aflautada.

Hasta que Tito Lectoure le dijo: “O el teatro o el box”, y Ringo volvió a entrenar.

Viajó a los Estados Unidos, y al poco tiempo protagonizó una de sus mejores peleas, contra el canadiense George Chuvalo. Luego le tocó una de las peores contra Joe Frazier.

Pero la pelea inolvidable fue contra Alí. Fue el primer combate que se vio televisado en directo en Mendoza, en blanco y negro por supuesto. Allí Ringo, más bajo, con sus dramáticos pies planos, su poca técnica, pero con un corazón enorme, lo tuvo sentido al más grande. Parecía que llegaba la hora de la gloria máxima, pero Muhammad sacó a relucir toda su resistencia y calidad para superarlo, pero recién en el último round.

Ulises Barrera siempre recordaba una anécdota de aquel enfrentamiento de dos grandes “charlatanes”: Muhammad Alí tenía una costumbre, que era burlarse de todos los rivales, incluidos los de su propia raza, pero nunca nadie se atrevió con él. Cuando llega Bonavena a Nueva York un día va a un entrenamiento y empieza a gritarle “chicken, chicken… (gallina)”. Clay lo miró sorprendido. Luego cuando hacen una suerte de conferencia de prensa previa a la pelea, se presenta y dice: “Soy Muhammad Alí que va a ganar fácilmente este combate”. Y Bonavena no se ocupó de eso, sino que asomó la cabeza por encima de las dos personas que lo separaban y le empezó a decir: “Clay, Clay…”, y este le respondía mirándolo furiosamente “Alí, soy Muhammad Alí…”. Era una cosa increíble porque le estaba tomando el pelo recordando su nombre verdadero y no el que había adoptado desde su bautismo al Islam. Se fue tan enojado y sorprendido a la vez, que todo el mundo comentó que el único individuo que le hizo eso fue Bonavena.

Hubo un nuevo regreso a Buenos Aires –que sería el último en vida–, donde lo esperaban las ravioladas de doña Dominga. Y el regreso, sin retorno, a Estados Unidos, donde terminaría atrapado por las garras de la tenebrosa mafia a la que había desafiado. Volvió definitivamente al país, esta vez para recibir el último y multitudinario abrazo de su pueblo. Doña Dominga lo seguía esperando con los ravioles…

Se contó que Oscar Bonavena llegó al lugar justo en el momento en que estaba haciendo el discurso de cierre, recordando esa frase escrita por Anselmo Casares.

“Cuando me senté, Bonavena vino corriendo y se me puso en cuclillas al lado mío diciéndome: ‘Repítame eso de que te quedás solo…’. El lunes siguiente se aparece en el noticiero de Canal 11, me hace el saludo con la mano, le doy entrada y me dice al aire: ‘Usted ha visto lo que es la vida del boxeador, porque hasta el banquito le sacan y uno se queda solo’, frase que permanece imborrable en la memoria de los argentinos”, recordó.

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